Diario de Ion, 30 de mayo de 1065.

32 5 1
                                    

Una semana pasó desde la última vez que actualicé este diario, y doce días desde que llegué a este mundo. He estado entrenando como loco. No me limité a practicar mis hechizos, también entrené mi resistencia, mis técnicas de pelea cuerpo a cuerpo y, sin que mi anfitriona me lo pidiera, mi musculatura. De momento, soy capaz de hacer ciento veinte abdominales en tres series de cuarenta, y setenta y cinco lagartijas en series de veinticinco.

Y los resultados... Bueno, creo que es normal ver poco resultados en una semana, deprimente y normal. Me siento un poco más ligero, y definitivamente bajé de peso, pero estoy lejos detener el vientre plano que quiero. Estoy lejos de tener un físico acorde con el de mi anfitriona. Mis brazos aun siguen delgados. Mis piernas parecen un poco más duras. Lo más destacable es que ahora puedo correr diez minutos sin vomitar mis pulmones.

Bueno, eso y que ahora soy capaz de reparar cualquier cosa. Ayer, mientras estábamos desayunando, a Anais se le cayó la taza, con tanta mala suerte que se quebró en varios fragmentos. En vez de limpiar los trozos, Eda los juntó, los puso sobre la mesa y se limitó a decirme:

- Haz lo tuyo.

Puse mi mano sobre los fragmentos, con cuidado de no cortarme y evoqué mi deseo de tener un mejor cuerpo en mi cabeza. Mi blancuzca aura comenzó a emanar de entre mis dedos, cubriendo los trozos. Estos se movieron, colocándose unos sobre otros, como si una mano invisible los alzara, hasta reconstruir la forma de la taza. Las líneas de fracturas fueron desapareciendo, como si fuera trazos de lápiz al ser borradas. En tan solo un segundo, volvimos a tener aquel recipiente en una pieza.

Sin embargo, algo más peculiar pasó hoy. Me desperté en la hamaca como siempre, salvo por el hecho de que no sentía ningún cuerpo al lado mío. Al abrir los ojos, pude confirmar como ni Eda ni Celeste estaban conmigo. En ese momento, Anais me llamó para desayunar. Ni bien me asomé por el umbral de la vivienda, noté que no había señal de ninguna de las dos. Solo estaban en la mesa Leticia, Nia y la hermana de mi anfitriona.

- ¿Dónde están Eda y Celeste?

- Fueron al pueblo a buscar unas cosas. - Se apresuró a responder la grandullona.

- ¿Qué cosas?

- Mate, batata, maíz... Ese tipo de cosas.

Me pareció bastante rara la respuesta de Leticia, ya que era muy temprano para ir hasta allá, pero no me atreví a pedirle más detalles. Me senté al lado de la mujer-planta, mientras Anais nos servía un poco de café. Vi de reojo como Nia agarraba la taza con sus delicados y finos dedos y le daba un sorbo. Aun no me acostumbro a ver un ser como ella. Su aspecto es tan fantasioso, tan alienígena, y sin embargo ahí estaba, bebiendo como una chica común.

Ni bien mi curiosidad se apaciguó, ni bien pude tomar un poco de café, Anais declaró:

- Ahí vienen.

Me di vuelta y contemplé como, saliendo de entre los arboles que bordean el claro, aparecían sendas elfas, cargando entre sus manos dos bolsas. Se acercaban a nosotros con lentitud, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Los sacos parecían pesarles, pero por lo demás se veían bastante vigorosas. En ese momento, me di cuenta de algo: venían por el lado opuesto a donde estaba el sendero que llevaba al pueblo. ¿A dónde habían ido? Cuando llegaron hasta la mesa, saludándome de manera enérgica, noté algo más: su olor había cambiado. Normalmente, Eda y Celeste tienen cierto olor a hierro, pero en esta ocasión el aroma a metálico en ellas era tan intenso que parecía una especie de pestilencia.

Como pude, las saludé, tratando de disimular mi confusión. Forcé una sonrisa en mi rostro y pregunté:

- ¿A dónde fueron?

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora