Diario de Ion, 5 de agosto de 1065.

9 0 0
                                    

Bajo el sol de la tarde, un marcado calor cubría la jungla, forzándome a permanecer en los bordes del rojizo camino que recorría, justo a la sombra de los arboles y arbustos que lo rodeaban. Un cálido viento soplaba levemente, agitando mi colorada camisa y blanco pantalón cribado. Caminaba sin un rumbo fijo, explorando aquel sendero, atento al menor cambio en aquel panorama saturado de vivos colores, de fragancias exóticas y del cantar de todo tipo de aves. Tenía la blancuzca argolla en mi dedo medio, y mi facón de dorada hoja adosada al cinturón, una trabajada pieza de cuero decorada con bellas monedas de hierro.

Y entonces las aves dejaron de cantar, y una sensación incómoda y familiar, la de ser observado, me recorrió como un escalofrío. Unos pasos, con la suavidad de una pluma, resonaron atrás, y unos ojos se clavaron como agujas en mi espalda. Lentamente, llevé mis dedos al mango de mi daga y desenvainé con calma. Me envolví en un manto amarillento, justo antes de darme vuelta.

Con la velocidad de un rayo, me giré y salté hacia atrás, esquivando el mortal abrazo del monstruo. El enorme felino, una bestia con el pelaje moteado y los colmillos sobresaliendo de su boca como cuchillos, se levantó de inmediato y comenzó a caminar a mi alrededor, buscando un momento de debilidad para atacar. Sus patas eran gruesas como columnas, con siniestras garras negras como hoces. Podía ver una rabiosa hambre en sus ojos.

El felino saltó hacia mi, tratando de alcanzar mi torso con sus patas. Retrocedí, evitando sus garras y le arrojé una ráfaga de viento. Mi hechizo abrió una profunda herida en su costado, arrancándole un agónico gemido, echándolo para atrás. Hasta pude ver la sanguinolenta estela que dejó en la tierra. A duras penas pudo mantenerse de pie, tambaleando de forma penosa. Dudé por un instante de seguir atacando. Parecía que el monstruo iba a huir..., pero su hambre pudo más...

El tigre, dejando escapar un colérico rugido, volvió a cargar contra mi, justo antes de que una estaca emergiera del suelo, clavándose en su garganta. La bestia ni siquiera pudo gemir, al ahogarse tan rápido en su propia sangre. La lanza de madera descendió, dejándolo caer como un costal. Acto seguido, Eda apareció de entre unos matorrales, justo detrás del monstruo, y me regañó:

- Dudaste en matarlo...

- ¿Capaz por pena... ? - Sugerí.

- Da igual si es por pena, miedo o lo que sea. En esta jungla, llena de bestias, tanto animales como humanos, dudar te puede costar la vida. - La elfa suspiró. - Mejoraste mucho tu magia y tu estilo de combate, pero aun tienes que aprender a matar.

- Tal vez tengas razón... - Respondí, observando los ojos llenos de ira de la difunta criatura.

Entiendo lo que Eda trataba de decirme, pero la idea de matar no deja de inquietarme. Cuando me quedé observando el rostro del felino, aquella mirada sin vida me incomodó bastante. No puedo siquiera imaginarme si la hubiera asesinado yo mismo. Ni siquiera sé si me sentiría igual eliminando a una persona que a una bestia.

Dos meses han pasado desde que me enteré de la guerra. Logré adelgazar mucho y ahora puedo trotar por varias cuadras sin cansarme. Mi manejo de los hechizos y las auras también mejoró bastante. Además, las elfas y la ogra se hicieron más fuertes. Lo noté en el olor a hierro que desprenden, pero no quiero sacar ese tema.

Mi bautismo de fuego estaba muy cerca. Solo faltaba una cosa más. Ni bien volvimos de nuestro paseo por la jungla, unas horas antes del anochecer, mi anfitriona formó unos improvisados blancos a partir de troncos y talló unas dianas en ellos. Acto seguido, entró en la casa-árbol y salió de ella con una herramienta inquietantemente familiar entre sus manos. Me entregó un gran revólver, con un largo cañón y un amplio tambor. Dentro había gruesas balas, de al menos 11 mm de diámetro. Un escalofrío sopló en mi al sentir su peso. No dudé ni por un instante de que fuera real.

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora