Diario de Ion, 7 de agosto de 1065.

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Leticia y Nia se quedaron cuidando a Anais, mientras Celeste, Eda y yo marchamos hacia la jungla, directo hacia el suroeste. Mi anfitriona me explicó bien que íbamos a hacer. El plan para mi bautismo de fuego era algo sencillo: emboscar un batallón que se estaba internando en la selva, el cual intentaba levantar un puesto de avanzada para el ejército. Caminamos por varias horas, aguantando el calor del mediodía, hasta llegar a un sendero, no muy lejos de un arroyo. Subimos a una pequeña loma llena de vegetación y nos escondimos tras unos arbustos. Eda hizo girar su guadaña, propagando aquella siniestra niebla saturada de esporas por todo el camino.

No demoraron mucho en aparecer aquellas siluetas. Ataviados con azuladas casacas, con tétricas máscaras de gas cubriendo sus rostros, un montón de soldados marchaban por el sendero, pendientes de cualquier leve movimiento entre la vegetación. Al principio, me costaba divisarlos, hasta que mis ojos se adaptaron a la opacidad de la neblina. Era inquietante verlos caminar en medio de la jungla, en silencio. Parecían más autómatas que personas. Me dio toda la impresión de que dialogar con ellos sería inútil. Y tras ellos, haciendo retumbar el suelo con sus pisadas, avanzaba un enorme monstruo de metal, como un carro de combate pero levantado sobre dos enormes patas, con una torreta por cabeza y una chimenea en su lomo.

Estaba asustado. ¿Contra estos tipos debía enfrentarme? Eda se percató de lo amedrentado que estaba y posó su mano en mi hombro para calmarme. Ni bien mis temblores se redujeron, la elfa me dijo:

- Quédate atrás. Primero nos desharemos de la bestia de acero. Escóndete tras el árbol para que ninguna bala te de.

Eda me señaló el grueso tronco que había al lado del arbusto. Ni bien se aseguró de que estuviera cubierto tras él, formó un hechizo en la moharra de su hoz y apuntó con ella al mecánico coloso. Una enorme bala de madera, endurecida por el aura de tierra, salió disparada, incrustándose en el blindado cráneo de la máquina. Acto seguido, el proyectil estalló dentro, fragmentándose en una lluvia de afiladas astillas. El monstruo de acero se desplomó sobre la tierra, transformado en un enorme cadáver.

Los militares, alarmados y consternados por la caída del coloso, alzaron sus rifles hacia la colina y abrieron fuego. Pude ver desde mi cobertura como las balas rebotaban con la endurecida piel de las elfas, llenándolas de chispas. Celeste mutó en aquella feroz criatura que describía el diario de Eda, y cargó contra el batallón, pegando un zarpazo tan brutal que sacó volando a varios soldados en pedazos. Mi anfitriona respaldó a la bruja-tigre conjurando una marea de retorcidas raíces que empalaron a varios uniformados. La carnicería que desataron sobre la formación fue terrible. Lo hacían ver tan fácil, descuartizando y atravesando varios contrincantes con cada golpe, con cada hechizo.

Sin embargo, yo no me atrevía a salir de mi escondite. Estaba aterrado por aquella masacre. El hedor a sangre y pólvora me espantaba. El rugir de los rifles y los alaridos de dolor y terror me ensordecían. Apenas podía sostener mi daga con mis temblorosas manos. No preví que un combate podría ser tan perturbador. Lo único que más o menos me aliviaba era tener la certeza de que las elfas no me necesitaban.

La corta pero intensa batalla terminó con el sendero lleno de cadáveres, y la tierra aun más roja de lo que estaba. Un silencio sepulcral saturó el escenario, apenas interrumpido por las voces de las elfas que me invitaban a bajar. Junté valor y descendí de la colina, cuidando de no tropezar con ningún cuerpo. Mis compañeras me miraban con una sonrisa serena, algo que me habría calmado si no fuera porque estaban empapadas en sangre.

- Estuviste escondido durante todo el combate. - Comentó Celeste, luego de recuperar su forma humana.

- Tenía miedo de que una bala me alcanzara. - Confesé. - A parte, ¿qué se supone que debería sentir al ver un escenario tan tétrico?

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora