Diario de Leticia, 3 de marzo de 1063.

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Estos dos meses fueron brutales, muy caóticos y desesperanzadores. Me ha pasado de todo prácticamente, y la única razón por la que no me he reventado la cabeza con una bala es por lo que ocurrió en los últimos días, una luz brillante en medio de tanta asfixiante y violenta oscuridad.

Ni bien escapé de la plantación, viajé directo hacia la ciudad más cercana, Rosanópolis, una urbe sobre una isla frente a la costa. Tenía un objetivo claro; buscar empleo y algún techo que pudiera alquilar. Sí no podía ser una hija, al menos sería una mujer libre.

En una amplia avenida me topé con unos cuantos tipos uniformados, soldados, ataviados con las casacas verdes de Amazon. No me sometieron de manera directa, sino que se presentaron ante mi con gélida formalidad, sugiriéndome que les siga. Mis ojos se clavaron en sus pupilas cargadas de menosprecio, y luego en las cortas y rectas espadas que colgaban de sus cinturones. Estaba desarmada y no creía que fuera buena idea oponerme, por lo que acepté acompañarles. No tardé más de un día en reencontrarme con el frío de las cadenas, esta vez literalmente.

Me llevaron a un cuartel fuera de la ciudad, me registraron como una esclava prófuga y al instante, sin ningún tipo de juicio, dictaron mi sentencia: servir en el ejército del Imperio. Acto seguido, me pusieron un grillete en el cuello, me dieron un uniforme, me enseñaron como disparar un fusil y me mandaron directo al frente, hacia Guaranay.

Aun recuerdo el rugido de los rifles, ametralladoras y cañones taladrando mis oídos, la pestilencia a sangre y pólvora saturando mi nariz, el calor insufrible, la sed, las trincheras, las alambradas y los cadáveres transformando la jungla en un escenario completamente antinatural, la expresión de horror y dolor de los muertos, los gritos y lloros avivando el miedo en mi. Un mes entero viví en el infierno, durmiendo en el barro. Un mes subsistí robando comida de los pueblos y agua de las cantimploras de mis compañeros caídos.

Y entonces me mandaron a un nuevo infierno, uno que no pelaba la jungla sino que agregaba nuevo y siniestro forraje a la flora existente. Más en concreto, una pesadilla de bosques de empalados que se ocultaban tras una densa niebla, avisando de los horrores que guardaba la selva. Como Platenia es un aliado de Amazon y estaba teniendo problemas en reprimir una suerte de rebelión en la provincia de Mesopotamia, que limita con el Imperio, el ejército imperial mandó a mi regimiento como apoyo. La idea de huir se presentó en mi mente como el gruñido de una fiera ni bien mi compañía se topó con el primer cuerpo atravesado por un delgado, alto y siniestro poste. Pero no me atreví, ya que detrás nuestro estaban los alienis, los libres, los de tez clara, vigilando nuestros pasos. A los orcos nos habían mandado delante para hacer de escudo humano.

La noche cayó, nuestro campamento se levantó y, mientras los libres se entregaban a la cena y al sueño, a nosotros nos forzaron a montar guardia. Estuve horas vigilando las siniestras tinieblas de la jungla, tratando de mantenerme atenta al menor ruido. Pero comencé a parpadear, y estos parpadeos se hicieron más largos y constantes, y cuando por fin volví a abrir los ojos la oscura selva desapareció, y un amplio y luminoso pasillo de mármol se extendió a mi alrededor. Y, al atravesar una alta puerta, entré en una suntuosa habitación redonda donde me esperaba una rubia niña.

- Es triste, ¿no? Trataste de escapar de las cadenas de la esclavitud y terminaste con unas más gruesas.

- ¿Quién eres?

- Un ángel... ¿Capaz tu ángel de la guarda? - Sugirió con tono burlón. - De todas formas, soy todo lo que necesitas para huir de este infierno selvático.

- Entonces, ¿se puede escapar de todo esto?

- Se puede. Pero olvida eso de aprender idiomas o leyes. No trates de resolver con intelecto un problema que requiere fuerza, y sobretodo magia.

La niña alzó su dedo indicé y de su yema una masa metálica nació y se amoldó hasta formar un clavo.

- ¿Taumaturgia?

- Tu elemento de sangre etérea es la tierra, por lo que solo necesito darte el fuego para que puedas hacer esto.

- ¿Puedo usar la sangre etérea? - Nunca había tratado de usar taumaturgia, ya que es raro que un orco tenga una magia mínimamente poderosa. - Pero los orcos no somos tan diestros en su empleo.

- Para eso está mi ayuda. Con mi poder podrás usar ambos elementos sin problemas.

- ¿Y cuál es el precio?

- ¿Precio? Es un regalo. Úsalo para derrotar a tus enemigos, aplastar algunos huesos y ser libre.

Aun con dudas, aun sabiendo lo absurdo que era aquel sueño, acepté el "regalo". Cerré los ojos, y lo siguiente que escuché... fue un atroz alarido.

Abrí los ojos, asustada, y volteé a ver a mis compañeros. Estaban tan amedrentados como yo. Juntamos valor y corrimos al centro del campamento para ver que pasaba. Aun recuerdo como se me heló la sangre al ver a uno de los alienis, con un hongo horrendo en su frente, clavar sus dientes sobre el cuello de otro. Aquel tipo, aquel monstruo, ni bien terminó de arrancar la vida de la garganta del desgraciado se levantó, nos miró fijamente y, acto seguido, corrió hacia el lado opuesto. Aun no terminó de entender por qué no nos atacó.

Avanzamos un poco más en su dirección. A donde miráramos había puro caos. Carpas en llamas cubrían el cielo con densas estelas de humo. Los alienis se atacaban los unos a los otros. Los que no tenían grotescos hongos brotados en sus frentes disparaban contra los infectados.

Y entonces, apareció un oficial y alzó su revólver en nuestra contra, incapaz de distinguir ya entre amigos y enemigos. Su cara mostraba una mezcla de rabia y terror descontrolado. Sin decir nada, apretó el gatillo, alcanzando a un compañero en el pecho. Estaba tan asustada que ni siquiera pensé nada. Por mero instinto, levanté mi rifle hacia el desgraciado militar y disparé.

Su hombro estalló en una salpicadura escarlata que le arrancó un ahogado grito. El oficial se desplomó en el suelo justo antes de que otro de los infectados se arrojara directo sobre su rostro. Acto seguido, me di media vuelta y corrí hacia la jungla. Como dije, no podía pensar con claridad, por lo que incluso si me estaba metiendo en la boca del lobo no me importaba. Estaba tan aterrada que quería apartarme de esa masacre. Atravesé torpemente la densa mezcla de niebla y vegetación hasta llegar a un claro. Agotada, caí de rodillas e intenté recuperar el aliento.

En ese momento, la neblina empezó a disiparse. Mi corazón se encogió al tamaño de una nuez cuando una femenina silueta apareció delante, caminando lentamente hacia mi. Era una elfa oscura, con una enorme guadaña en su mano y unos ojos verdes tan resplandecientes como los de una pantera. Ni bien se acercó, con la delicadeza de una flor, alzó los dedos que tenía libre y los llevó hacia la cerradura de mi grillete. Apreté mi fusil con fuerza, tentada de disparar, cuando escuché el "crack".

El pedazo de hierro, envuelto en retorcidas ramas, cayó al suelo, dejando por fin respirar mi cuello. Miré a la elfa a sus cálidos ojos y le pregunté:

- ¿Por qué... ?

- Esa cosa parecía estar molestándote.

- ¿Eres la que ocasionó aquella masacre en el campamento... ?

- Ciertamente. No puedo dejar que gentuza indeseable entre a nuestras tierras así como así...

- Entonces, ¿por qué no atacaste a los orcos?

- La pregunta no es "¿por qué?" sino "¿qué?".

- ¿Qué... ?

- ¿Qué harán ahora? Con los oficiales, aquellos que les pusieron esos grilletes, muertos, ¿qué van a hacer?

- Honestamente, después de todo por lo que he pasado, lo que menos quiero es volver a usar este horrible uniforme. - Confesé. - ¿Quién eres tu?

Una serena sonrisa se dibujó en su semblante.

 - Soy solo una opygua...

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora