Diario de Ion, 29 de agosto de 1065.

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El cielo anaranjado del amanecer se extendía sobre un pueblo de blancas y pequeñas casas en medio de un extenso claro, una isla de tierras cultivadas en el denso mar de la jungla. Habíamos llegado a esta aldea, este importante eslabón de la cadena de suministros del ejército en la provincia, justo con el crepúsculo. El asentamiento estaba fuertemente defendido por una gran cantidad de soldados, con sus rostros cubiertos por siniestras máscaras de gas. Incluso había dos de aquellos enormes monstruos de metal que Eda había descrito en su diario, bípedos blindados y armados con cañones y ametralladoras. Al observar el poblado desde una colina, no tardamos en encontrar a un taumaturgo, un usuario de la sangre etérea, con una alabarda de azulada moharra entre sus manos. Pero, de forma curiosa, no hallamos ni rastro de población civil, como si los hubieran evacuado.

Una vez decidimos la estrategia a seguir, Eda formó una larga, gruesa y retorcida bala de madera en la punta de su guadaña, reforzada con su aura de tierra hasta hacerla tan dura como el acero, apuntó a uno de los blindados y lanzó su conjuro. El proyectil atravesó la acorazada torreta que tenía por cráneo y, justo antes de salir por el lado opuesto, se fragmentó en cientos de afiladas astillas. El metálico monstruo se desplomó, con su cabeza hecha un ensangrentado erizo. Los soldados, movidos por un ferviente sobresalto, se arrojaron a los bloques de concreto que funcionaban como sus coberturas y desataron una ventisca de plomo contra la colina.

Celeste, ni bien terminó de caer el primer tanque bípedo, se transformó en aquella bestial pantera y cargó contra la guarnición. Pude ver como las balas, incluso de las ametralladoras más pesadas, rebotaban contra su piel como simples gotas de agua. La bruja-tigre embistió a los conscriptos como si fuera un camión, haciéndolos volar con todo y los bloques de concreto. No se detuvo a destrozar a los militares, sino que corrió directo hacia el blindado coloso que quedaba, esquivando sus potentes disparos. Sus garras se clavaron en la metálica piel de la máquina. Trepó sobre esta como si fuera un árbol, se subió a su cráneo y arrancó la escotilla de un manotazo. La elfa se metió dentro, hizo colapsar al mecánico monstruo y salió empapada en sangre.

Tras ella, Eda, yo y varias elfas más avanzamos hacia el pueblo. Había llegado mi momento de actuar. Antes de que la guarnición pudiera restaurar sus líneas defensivas, me adelanté, formé una intensa ráfaga de viento en la hoja de mi facón y la disparé. Varios conscriptos volaron con el brutal tornado como si fueran una torre de naipes. Al ver como estos trataban de levantarse, mi anfitriona me apartó y lanzó otra gruesa bala, la cual se partió en cientos de astillas. La precaria metralla acribilló a los militares, deshaciendo parte de sus torsos como si fueran queso, exponiendo órganos y huesos, tiñendo la tierra con su sangre.

Decenas de soldados más corrieron a nuestro encuentro, disparando ni bien nos veían llegar. Y entre ellos apareció el taumaturgo, lanzando violentas ráfagas de agua en nuestra contra. Al instante, Eda se detuvo y formó una gruesa pared de troncos para frenar sus hechizos. Las descargas deshacían la protección de mi anfitriona, soltando una lluvia de mojadas astillas y gotas. Al ver como sus defensas estaban por ceder, me apresuré a imbuir mi cuerpo en un dorado manto de aire y cargué contra el hechicero, esquivando con una velocidad abrumadora, incluso para mi, sus sortilegios. Podía sentir la humedad en mi cabello con cada proyectil que evadía. Iba tan rápido que apenas evité tropezar.

En medio segundo, me acerqué al taumaturgo, escapando del desesperado hachazo que pegó. Pude ver sus asustados y rabiosos ojos a través de la máscara de gas. Alcé mi daga, dispuesto a propinarle un tajo en el cuello. Pero, en vez de eso, giré mi torso y le di al soldado un contundente "cross" con mi puño izquierdo, justo en la mejilla. El militar, aturdido, retrocedió. Acto seguido, le di una apuñalada a su careta, desgarrando el filtro y cortando parte de su boca. La punta de mi cuchillo trazó una sanguinolenta estela en el aire, justo antes de que volviera a estampar mis nudillos, esta vez en su mandíbula.

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora