Diario de Ion, 1 de octubre de 1065.

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Lo primero que se manifestó en mi mente, ni bien la luz del amanecer que se filtraba por la ventana me forzó a abrir los ojos, fue el rostro de aquella asquerosa militar, Elsa, con todo y su repulsiva sonrisa burlona. Mi inmundo cerebro no me había permitido olvidarlo en estos últimos días. Se había cerciorado de que lo recordara con nitidez, junto con su nauseabundo hedor, y con su depravada voz. Me levanté y subí las escaleras hacia mi habitación. Al entrar, ignoré a Eda y me dirigí al espejo. Podía ver con claridad los trozos de oscuro hielo en los que se habían convertido mis pupilas. Aquella oficial se había asegurado de poner su marca en mi, dejándome con el aspecto de un muerto en vida.

En ese momento, Eda se levantó de la cama y se me acercó. Apenas me había percatado de como su vientre había comenzado a hincharse en estos días.

- ¿Cómo te sientes?

- Muerto... Más muerto que tus zombies, de hecho...

Una expresión de amarga congoja se dibujó en su semblante.

- Lo siento... Tal vez no fue la mejor comparación... - Me retracté.

- Está bien. Trataremos de salir adelante de esto.

Preferí no decir nada más. Sinceramente, dudo que pueda recuperarme de esto. Mi mente se está comportando de una manera más ruin de lo usual, recordándome a cada rato a esa perra... Quería estampar mi cabeza contra el espejo y hacer que mi cerebro se calle de una vez...

Ni bien terminé de vestirme, fui directo a la casa donde cuidaban a aquella niña, la que torturaron de manera inhumana. Me dejaron verla sin poner muchas objeciones. Al observarla, me di cuenta de que sus ojos estaban tan muertos como los míos, impregnados con el horror y el tormento de aquel campo de concentración. Parecía un tétrico muñeco con sus extremidades amputadas. 

En vez de hablarle, fui al grano. Puse mi mano sobre uno de sus muñones, donde antes estaba su brazo izquierdo, y empecé a bañarlo con mi blancuzca aura. No tardé en notar como la carne comenzaba a crecer, como una planta, de manera lenta pero continua. Pasados dos minuto, sus músculos y huesos se habían regenerado hasta el codo, para luego arquearse y expandirse hasta restaurar su muñeca. Desde la recién formada palma su mano floreció, con sus dedos extendiéndose como si fueran pétalos. Por fin, sus uñas volvieron a aparecer.

- A ver, intenta moverlo...

La niña acató mi orden, agitando su recompuesto brazo primero, y luego abriendo y cerrando sus dedos. Lo había logrado, aunque restaurar su extremidad me había dejado algo cansado. Al menos podría tener mi mente ocupada con esto. Sin embargo, los ojos de la niña seguían muertos, mostrando apenas el menor asombro al haber recuperado parte de su cuerpo. De inmediato, comencé a regenerar su brazo izquierdo, y luego sus piernas, sin descansar. Para cuando terminé, apenas podía estar de pie. La elfa se levantó, al principio tambaleando, pero al cabo de unos segundos pudo caminar con fluidez y soltura. Aun así, la expresión de bronca, dolor y miseria no desapareció de su rostro. No había forma en que mi magia pudiera curar las heridas de su espíritu. Tendría que conformarme con esto por ahora...

Volví a casa con un sabor amargo en mi boca. Curar a aquella joven elfa apenas me había distraído. Fui de inmediato al baño, llené la metálica bañera, me desnudé y me metí dentro. Hace días que no me había bañado, y, peor aun, todavía sentía el asqueroso olor de esa militar en mi. Tomé la esponja, la restregué contra el jabón y comencé a frotar con fuerza mi cuerpo con esta, empezando por el torso. No dejé rincón de mi vientre y pecho sin enjabonar, pero aquel hedor no se iba, tampoco aquella sensación de suciedad que percibía que manchaba mi piel. Al principio, desistí y pasé a lavar mis brazos. Pero no tardé en desesperar al notar como, sin importar cuantas veces trataba de limpiarme, la invisible marca de Elsa no desaparecía, no dejaba de impregnarme. Tenía la seguridad de que, aun sí me despellejara, su inmundicia no pararía de ensuciarme.

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora