Diario de Clara, 5 de agosto de 1063.

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El cielo que podía ver está mañana estaba grisáceo, como el de los últimos 4 meses... Grisáceo no por nubes de tormenta, sino por el humo de los incendios que llenaban el horizonte del campo de batalla. Los mismos fuegos que calentaron el lugar incluso peor que el más abrasador verano. El hedor a pólvora y putrefacción saturaba mis fosas nasales, pero ya estaba acostumbrada al olor de la guerra. La tierra estaba minada por largas trincheras, en una de las cuales estaba mi dormitorio. Al otro lado del río se levantaba el imponente fuerte de Humaitá, una colosal montaña de hormigón armado y piedras, erizada con cañones y ametralladoras.

Pero hoy era diferente... En los últimos días, habíamos logrado armar un puente con botes de acero, por lo que teníamos una forma de cruzar el río. El fuerte aun estaba lleno de artillería, pero carecía de hombres para manejar cada pieza. Los tanques bípedos Mark II, regalos del Imperio de Anglonia al gobierno de Platenia, avanzaban hacia la fortaleza, llevándose toda la atención de lo que quedaba de la guarnición.

Luego de un bombardeo intenso con gas lacrimógeno, el silbido de un silbato resonó en las trincheras. De inmediato, me coloqué la máscara de gas, calé mi bayoneta, me cercioré de que mi rifle estuviese bien cargado y subí por la escalerilla. Arrojamos una frenética carga contra el fuerte, cruzando el puente, saltando pozos, esquivando alambre de púas y rezando por no pisar las minas. Vi a varios compañeros estallar con dar un par de pasos, salpicándonos con una rojiza llovizna de barro. Ni bien llegamos hasta las duras puertas de acero de la fortaleza, evitando la desesperada tormenta de plomo de las ametralladoras, un par de soldados depositaron varios explosivos en estas y, de un "click" del detonador, las reventaron. Nos internamos en la neblina del gas, disparando contra cualquier desafortunado muchacho que se ponía delante. Los combatientes de Guaranay, atontados e incapaces de pelear al estar intoxicados, y con sus rojizas casacas, fueron un blanco fácil.

No obstante, un taumaturgo apareció, deshaciendo parte de la niebla con las llamas que lanzaba desde la curvada hoja escarlata de su sable. Ni bien me vio, cargó contra mi, potenciando sus movimientos con su aura de fuego. Apenas pude atajar su cuchilla con mi rifle, el cual se partió ante tal potente golpe. Aceleré mis pasos con mi manto, esquivé sus estocadas y recogí mi bayoneta. Acto seguido, me abalancé sobre él, estampando mi cuchillo contra su espada. Fui endureciendo mi daga con mi verdoso velo, muy similar a uno de tierra, mientras arrojaba tajo tras tajo. Ataque al hechicero con una velocidad tan superior a la suya que le costaba demasiado bloquear mis puñaladas, a tal punto que no se dio cuenta que mi bayoneta, con su dureza, estaba dañando su sable...

Un funesto "crack" resonó en la fortaleza cuando la hoja de su espada se partió y salió volando como un corcho. Mi contrincante no pudo hacer nada para evitar que mi cuchillo alcanzara su pecho, quebrando sus costillas como ramas. Un horrible grito y un escupitajo carmesí escapó de su boca. El taumaturgo cayó de rodillas y se inclinó en agonía, llevando una mano a su herida mientras se sostenía con la otra. Lentamente, alzó su impotente mirada hacia mi. Podía ver con claridad su deseo de vivir... Pero yo también quiero sobrevivir...

Le arrojé una feroz llamarada, como la de un lanzallamas, que empezó a devorar su carne. Aun recuerdo sus horripilantes alaridos, otro sonido al que me acostumbré en esta guerra. Mi fuego no demoró en reducir su cuerpo a cenizas, mientras el hedor a piel y músculo quemados se apegaba a mi nariz. Ni siquiera dejó sus huesos. A continuación, saqué de mi bolsa un metálico tarro, lo destapé y lo llené con sus grisáceos restos, mientras mis compañeros terminaban de conquistar el fuerte. Humaitá no duró mucho más en pie...

Me aparté de la celebración de mis compañeros, buscando un pequeño deposito de pólvora en las ruinas de la fortaleza. Una vez dentro, me quité mi azulada casaca y mi casco, desnudándome de cintura para arriba. Acto seguido, destapé mi tarro una vez más, tomé un puñado de las cenizas de aquel taumaturgo y comencé a esparcirlas por mis brazos y pechos como si fuera jabón. Froté mi vientre, espalda, cabeza e incluso el rostro con el quemado polvillo, saturando mi torso con aquella fragancia a muerte. No tardé en sentir como mis músculos se fortalecían e incluso como mi sangre etérea fluía con mayor intensidad. Era esto lo que debía hacer si quería potenciar mis verdosas llamas, si quería sobrevivir a la guerra. Este era el precio por pactar con aquella entidad, con aquel demonio, con aquella niña. Así había sido este último año...

Con la caída del fuerte Humaitá, por fin podíamos avanzar sobre el territorio de Guaranay. Dado que no éramos capaces de atacar por el este de la provincia de Mesopotamia, tuvimos que ingresar por este cuello de botella, por este embarrado infierno de trincheras. Debido a esto, y a mi desempeño en esta batalla, al inusual poder que desarrollé en mi esfuerzo por sobrevivir, no me sorprendió cuando mi oficial me avisó que un grupo de mercenarios quería verme.

Los encontré dentro de la tienda del coronel. Al cruzar la entrada, me encontré con dos imponentes varones. Uno estaba parado, ataviado con el oscuro uniforme de la Guardia Negra de Dochelandia, con una máscara de calavera en su rostro, y con un largo y sinuoso mandoble en su espalda. A su lado, sentando en la silla del oficial, vestido con una blanca casaca y una capa con un símbolo en su hebilla que me resultaba familiar, la Cruz Negra de tres aspas de la Orden de Caballeros de Preussen, estaba un hombre de avanzada edad, con una tupida barba pelirroja manchada con canas. Al verme, el viejo sonrió y me saludó:

- ¡Señorita Clara! Es más joven de lo que pensaba, pero por su hedor sé que es usted...

- ¿Qué puedo decir? Mis esfuerzos por sobrevivir le han pasado factura a mi higiene...

- Lo noté. Al verla a los ojos, puedo reconocer a una sobreviviente nata, a alguien que llega a extremos con tal de existir en la brutalidad de la guerra.

- A una asesina, querrás decir... - Le corregí.

- Y aun así, un soldado no vive solo de la muerte de otros. Yo te puedo ofrecer algo más...

- ¿Quién es usted?

- Me llamo Eric von Salza, antiguo gran maestre de la Orden de Preussen, y jefe de la Compañía Salza, una prestigiosa unidad de soldados privados de Dochelandia.

- Mercenarios... ¿Me quieren reclutar? ¿Por qué...? ¿Solo por mi talento para sobrevivir?

- Ciertamente, no es solo por eso... Escuchamos que te reclutaron de una colonia en el este de la provincia de Mesopotamia, el mismo territorio por el cual el ejército no pasa...

- Y quieren que les ayude a combatir a aquella amenaza que mantiene a los militares a raya de ese territorio y despejar los caminos hacia Guaranay.

- Precisamente. Una siniestra bruja ha estado masacrando no solo a los valientes soldados de Platenia, sino también a la gente de bien que reside en aquella región, una salvaje que se ha ganado el apodo de "la bruja empaladora de la selva".

- ¿Quién es?

- No sabemos. Solo sabemos que es una elfa oscura de la etnia ndya que puede crear y manipular la vegetación y los hongos, y que está acompañada de una siniestra bestia similar a un jaguar.

Un ligero escalofrió recorrió mi cuerpo. ¿Bruja empaladora? ¿Cómo podía surgir alguien así de una tribu como la ndya? Yo conocí a aquella gente. Eran cazadores talentosos y magos poderosos, pero no sabía que podían ser tan terroríficos y bárbaros. Dudé en aceptar la oferta de aquellos mercenarios. Necesitaba dinero, pero enfrentarme a alguien tan terrible, que parecía salida de un cuento de terror, me daba miedo. Al final acepté, más que nada cuando el otrora gran maestre me dijo:

- Sí eliminamos a aquella horrenda bruja, podremos terminar con este infierno de la guerra antes, y no tendrá que morir más gente como vos... o como los jóvenes que reclutaron de tu colonia...

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora