De haber sabido que me mandarían directo al infierno, hubiera desertado del ejército, aun si me hubieran estaqueado, aun si hubiera terminado en el paredón. Ni el hambre, ni el calor, ni el agónico dolor de una bala incrustada en el pecho se compara con el indescriptible terror que siento ahora mismo, en esta embarrada y enmarañada pesadilla.
Llegué a este rincón del país, tan distante de mi querida Portuaria, hace una semana. Desde hace dos meses, se estaban reportando tétricos casos de asesinatos y desapariciones en esta provincia. Batallones enteros desaparecían como si la jungla se los tragara. Lo que en principio era una campaña de pacificación de los bárbaros de la selva se transformó en una escabrosa guerra contra la propia selva. Peor aun, esta suerte de enemigo obstruyó gran parte de las rutas que el ejército recorría para atacar a la vecina Guaranay. Por eso nos enviaron acá, a este caótico lugar, para tratar de destruir a aquel contrincante que tanto nos ha complicado.
Éramos una brigada entera, tres regimientos completos, seis mil hombres. Teníamos al menos unos cien de los bípedos, estas máquinas blindadas alzadas sobre dos potentes patas, con ametralladoras y cañones en sus cabezas. También estábamos bien armados y abastecidos, y contábamos con suficientes taumaturgos, hechiceros prácticamente, como para destruir a cualquier monstruo que encontremos. Podríamos hasta haber deshecho la jungla y haber dejado un terreno baldío en su lugar.
Nos internamos en este denso, cálido y húmedo infierno, directo hacia un paso que llevaba a la frontera norte. No pasó más de un día cuando nuestra travesía comenzó a volverse turbia. Al principio, fue un tenue vapor el que emergía entre los arbustos, las piedras y los arboles. Pronto se convirtió en una espesa niebla. Luego de unas pocas horas solo podía ver las espaldas de los compañeros que marchaban unos cuantos metros delante. Y en medio de aquel neblinoso mar que inundaba la selva fue que tuvimos que descansar. Levantamos un campamento improvisado, designamos unos guardias, consumimos parte de nuestras raciones e intentamos dormir.
Un fuerte hedor a sangre fue lo primero que sentí al abrir los ojos. Apenas estaba amaneciendo, o al menos esa era la impresión que me daba por la poca luz que se filtraba entre la niebla, pero ya todo mi batallón estaba despierto, alterado por algo particularmente tétrico, o mejor dicho por la ausencia de algo. Cuando pregunté a mis compañeros por el motivo que los ponía tan nerviosos, me dijo que unos cuantos soldados habían desaparecido.
Nuestros oficiales nos hicieron formar un pequeño grupo y nos mandaron en su búsqueda. No tuvimos que quemarnos mucho la cabeza al buscarlos. Nos limitamos a seguir el olor a sangre, el cual no tardó en transformarse en un sanguinolento rastro en el suelo. Recorrimos aquella estela carmesí por unos quince minutos, hasta que nos encontramos con ellos...
En medio de un claro que se abría de forma abrupta en la jungla, alzado y atravesado por un delgado poste, con una expresión de eterno terror grabado en su rostro, había un conscripto. Y detrás de él, apareciendo entre la densa neblina, estaba empalado otro soldado. Y otro más apareció. Y otro. Y cuando nos dimos cuenta, estábamos caminando en un pequeño bosque de empalados, saturado con aquel aroma tan fuerte, tan siniestro que estábamos siguiendo.
No eran de nuestro batallón. Debían estar en aquel lúgubre bosque al menos una semana. Pero eso no evitó que un escalofrió asolara mi cuerpo, que mi corazón se encogiera como si fuera una pequeña piedra. Apenas podía contener mi miedo, más aun con aquella sensación que tenía de ser observado, asechado, como si la niebla emulara a un mar infestado de tiburones. Decidimos detener la búsqueda de los compañeros desaparecidos y volver de inmediato con el resto de la brigada para anunciar nuestro hallazgo.
El miedo se propagó como una epidemia entre los militares ni bien volvimos con ellos. Incluso varios capitanes estaban aterrados con nuestro hallazgo. Solo el general de brigada y los coroneles lograban al menos aparentar indiferencia ante tan sombrío descubrimiento. El líder de mi compañía era alguien particularmente firme, frío y agresivo. Así lo atestiguaba su cuerpo lleno de cicatrices, prueba de su participación en la pasada guerra civil.
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La Bruja de la Selva
FantasyUn muchacho es transportado a una selva, en otro mundo. No tarda en toparse con las peligrosas criaturas que viven en la jungla, pero una joven aparece justo a tiempo para salvarlo. Bajo la protección de aquella heroína y de sus amigas, el chico ten...