Diario de Eda, 15 de octubre de 1063.

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El gran día llegó. Leticia por fin tuvo su bautismo de fuego. Estuvimos entrenando arduamente durante meses. Le enseñé tanto a lanzar conjuros como a usar sus auras. Incluso le conseguí unos brazaletes de cuero con tachas como nuevos catalizadores. Ahora solo quedaba evaluarla en combate. No soñé con aquella demonio desde hace un buen tiempo. De forma misteriosa, se ausentó de mis sueños, por lo que no me confirmó si la había enviado a ella como mi mesías. Debido a esto, decidí quitarme las dudas en la batalla.

Organicé a toda la tropa. No íbamos a emboscar un regimiento o a atacar una base, sino que buscábamos una presa más grande. Nos disponíamos a asaltar la capital de la provincia, una ciudad entera. Por eso, formé un grupo no solo con Celeste y Leticia, sino con varias guerreras. Incluso tomé algunos varones, los más deseos por vengarse de los militares, y les di varios rifles con miras telescópicas. Los hombres de los elfos oscuros no poseen una magia muy fuerte, pero si tienen los sentidos como la vista o el oído más afinados que los jurua, por lo que su puntería es muy buena.

Partimos con fría calma hacia Tabernas, tratando de mantenernos el mayor tiempo posible cubiertos por la densidad de la jungla. Ni bien la selva terminó, nos metimos entre los campos de cultivo más altos, hasta llegar a los límites de la ciudad. Subimos una pequeña colina al sur de la urbe y observamos el panorama. Las calles estaban llenas de soldados, de varios regimientos, tal como lo había calculado. Al norte estaba el río, por lo que el plan era atacar desde el sur y acorralarlos contra sus aguas. También noté las máscaras en las caras de los conscriptos, esas que usan para protegerse de los gases. Ya estaban al tanto de que la "niebla" era una de mis armas. Además tenían nidos de ametralladoras en las entradas del asentamiento, y bípedos acorazados un poco más adelante.

Por esto elegí usar mis esporas de todas formas, para obstruirles la visión. Mi neblina se formó muy rápido y no tardó en engullir media ciudad. Acto seguido, dejamos a los varones y a un par de guerreras en la colina, para que cubrieran nuestras espaldas y abatieran a quienes trataran de escapar, y marchamos directo al asentamiento, como depredadoras surgidas de la selva. Nos adentramos en la niebla, guiadas por el aroma que desprendía la sangre etérea del enemigo. Nos escabullimos entre los nidos de ametralladoras, subimos a los techos de las viviendas y seguimos los ruidos de las máquinas. Ni bien distinguí la silueta del primero de esos grandes monstruos mecánicos, moldeé una enorme y gruesa aguja de madera en la moharra de mi guadaña, la imbuí en mi manto verdoso y la disparé.

Con un silbido, la bala atravesó la piel de acero de la torreta, destrozando su cañón, desprendiéndolo como si fuera el brazo podrido de un árbol. Esa fue mi señal. Ni bien arrojé el primer conjuro, las guerreras desataron desde lo alto una tormenta de hechizos contra los uniformados. Los nidos fueron deshechos por violentas descargas de piedras y llamas. Brutales ráfagas de viento y agua mutilaron a varios militares, tiñendo el suelo con su sangre. Celeste, transformada en una fiera, se abalanzó sobre los colosos blindados, desgarrando sus piernas, arrancando sus escotillas, masacrando a su tripulación y emergiendo de sus metálicos cráneos con su dorado pelaje manchado de rojo.

Entonces, escuchamos como un batallón, alarmado y desesperado, corría a recibirnos. Le hice un gesto a Leticia. Ella se levantó, imbuyó su cuerpo en un aura rojiza, formó gruesos escudos en sus brazos, preparó un hechizo y cargó contra ellos. Cayó como un meteorito, alzando una marea de picos de hierro que azotó su formación, empalando y destrozando a unos cuantos, salpicando sangre como si fuera una tempestad. Acto seguido, alzó un metálico pilar de un pisotón y, de una palmada, lo hizo estallar en numerosos fragmentos que salieron disparados hacia ellos. La lluvia de improvisada metralla acribilló a decenas de desgraciados, reventándolos en trozos de carne y astillas de hueso.

Movidos por un rabioso temor, los soldados abrieron fuego contra Leticia, dejando escapar consternados improperios. Sus balas rebotaron contra los escudos de la ogra, que aprovechó los picos para acercarse a sus contrincantes como una serpiente. Pude ver como, desesperado, uno de los soldados vació su rifle antes de que ella lo embistiera con las rodelas. Otro más trató de atacarla por la espalda, pero bloqueó sus tiros y, con una velocidad demencial fruto de su aura escarlata, se aproximó a él, formó un improvisado machete y lo decapitó de un contundente golpe. A continuación, cargó hacia el frente, hacia el grueso del batallón e inició una cruenta danza, amputando extremidades, rasgando vientres, partiendo costillas y cráneos, cortando cabezas y dejando el suelo lleno de cuerpos.

La Bruja de la SelvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora