El domingo

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Pov Bruno

Corrí las cortinas de la habitación, ese rectángulo con el cristal fijo y recubierto por herrería de hierro forjado, entre las cuadriculas, diseccionaba las montañas me brindaba mi primer vista matinal, me tomé unos minutos para contemplar a la distancia a esos dos enormes gigantes dormidos sumidos en la oscuridad que con pereza y tomándose su tiempo comenzaba a clarear, las aves cantaban desde muy temprano y los perros que custodiaban la hacienda no dudaban en armar escandalo a esas horas en que el alba dejaba de dominar.

Quince días marqué en mi calendario con un tache rojo, y ni una sola llamada de Carlos, el mismo que juro que me llamaría apenas llegara al Hospital donde había dejado a mí mamá «era de esperarse, no obstante, no puedo negar que en un inicio albergué la esperanza de que me hablaría, aunque solo fuera para decirme que debía portarme bien».

Que por cierto era todo lo que hacía últimamente, eran las cinco de la mañana y por increíble que suene, yo Bruno Ferret, amante de permanecer en cama hasta pasadas las diez de la mañana, mmm, esta bien, lo acepto, el medio día los fines de semana, ahora estaba aquí bañado, vestido con el uniforme deportivo y bien peinado a las cinco de la mañana, maldiciendo el peor día de la semana, desde que llegue aquí: el domingo.

Sentí los pasos de Camilo a mi espalda, me di la vuelta, a tiempo para verlo salir del baño.

—Ya estás listo —me preguntó.

Me restringí a asentir y caminar hacia la puerta.

Desde nuestra última discusión y ya sin confiar en él, me reservaba únicamente a intercambiar monosílabos o expresiones cortas.

Cinco veinte de la mañana y a medio patio todos los chicos aguardábamos formados en filas y en silencio la llegada del hacendado, custodiados por Darío, que no podía disimular con ese parado militar y la espalda recta como una tabla, lo mucho que gozaba de sus diez minutos de gloria, estando al mando.

Era imposible no tiritar, sobre todo porque nos obligaba a quedar en playera de manga corta apelando a que las sudaderas eran innecesarias «al correr entraran en calor» aseguraba Darío.

«Aja, entonces porque el jamás se la quitaba».

Al llegar el hacendado, debíamos esperar a que diera su discurso que no sé si era por lo monótono y predecible que se tornaba después de que lo escuchabas la primera vez o por ese frio que se alojaba hasta los huesos, que yo jamás me enteraba de que hablaba, me encontraba demasiado ocupado esforzándome porque mis temblores no me hicieran perder la posición de firmes, apretaba los dientes que luchaban por castañear y contraía cada uno de los músculos de mis piernas y brazos.

La primera semana tuve el desagrado de presenciar como a uno de los chicos que llego a los pocos días que yo, por frotarse los brazos en un intento de entrar en calor, el Sr. Juan Manuel, lo saco de la fila, lo llevo al frente y ahí, ante mis ojos atónitos, lo coloco de espaldas a todos nosotros le bajo la ropa incluidos los calzoncillos, sin reparar en su pudor y le atesto diez varazos.

«Mis métodos no son los de la congregación, porque ustedes están en proceso para ser dignos de ser llamados "elegidos"» había dicho con una suficiencia soberbia.

Cada que estaba en ese patio de esplanada, me era imposible no mirar hacia los muros intentar calcular la altura, estudiar con ojos juiciosos los árboles mas cercanos, clavar mi atención en el balcón colindante que como una burla del destino era el de la oficina del hacendado, fantaseaba con posibilidades, es cierto demasiado descabelladas por la altura imponente de esos obstáculos de piedra volcánica que me separaban de la libertad, por lo recóndito de este sitio, sencillamente por soñar con lo imposible... marcharme.

Bruno y los elegidos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora