Resignación o renegación

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El reloj estaba próximo a marcar las 12 del día, los rayos del sol atravesaban los vitrales multicolores iluminando nuestros rostros y generando una sensación cálida, en mis frías manos entrelazadas. Me mantenía inmóvil, sentada en la tercera hilera de bancas de la Iglesia, sintiéndome observada eleve la mirada, siendo abstraída por la forma en la que esa imagen de Jesucristo rodeado de ángeles, clavado en la cruz parecía hundir sus ojos en mí; existía cierto magnetismo y un halo de majestuosidad en todo este sitio, gire la cabeza por un momento hacia la parte posterior superior del balcón, cuando esa melodía estremeció cada una de las fibras de mi cuerpo, la pequeña orquesta formada por un piano, cuatro violines y un violonchelo recreaban Oblivion "Piazzolla". Aquella melodía, no pudo hacer más que amplificar el nudo de agonía en mi garganta, regrese mi mirada al frente, deseando que el evento desencadenante que me tenía hoy aquí jamás hubiera sucedido.

Pero no importa cuánto implores o lo desees es imposible cambiar el pasado, así que allí me encontraba cubierta por ese vestido negro ceñido a mi figura, que me llegaba a las rodillas, maquillaje discreto, el suficiente para disfrazar, "aparentar" eso era lo que hacía desde hace ya seis meses, obligarme a esbozar mi mejor sonrisa falsa y responder a esa absurda pregunta que mis familiares, amigos y conocidos realizaban como mero acto de cortesía.

—¿Cómo estás?

—Bien, gracias.

Aprendí a responder rápidamente, la realidad es que nadie deseaba lidiar con cómo me sentía. No, en verdad, y yo estaba hasta el hastió de sus respuestas sin trasfondo, en las pocas ocasiones en las que me quebré frente a alguien.

"Todo sucede por una razón" "Dios en su infinita sabiduría actúa de formas misteriosas" "Ya esta descansando" "Se encuentra en un mejor sitio" No miento llegue a odiar cada una de estas frases. 

Debía intentar dejar de pensar, entonces decidí observar a los asistentes, a los pocos minutos pude reconocer múltiples rostros de familiares y conocidos, que me ofrecía sonrisas escuetas, huecas que solo escondían la pena que sentían por mí. Cuando la misa dio inicio, hice un recorrido visual de mi familia sentada a mi lado: Adriana mantenía las rodillas juntas, como su abuela le había enseñado que las niñas educadas deben sentarse en la iglesia y pasaba sus manos sobre su vestido negro intentando acomodar el efecto un poco abombado que el fondo de creolina le daba, un moño negro mantenía su cabello recogido, una niña de ocho años no debería tener esa expresión tan seria, sobria y distante como la que ella mantenía ahora, sin embargo mi niña había madurado en seis meses más de lo que había hecho en años. Bruno se situaba a su lado, envuelto en ese pequeño traje sastre corte italiano, que su padre le había comprado específicamente para este día, con la mirada clavada en el atrio, pero a la vez en la nada; y él, Carlos, mi esposo tenía la mirada fija sobre la enorme efigie de yeso y cerámica de la piedad, perdido en un punto lejano de su mente, su expresión era la misma desde aquel día, la quijada tensa y el ceño levemente fruncido, que hacía difícil deducir si era tristeza o enfado lo que ahora lo acompañaba a diario.

«El dolor es algo difícil de ocultar, pues tiene la capacidad de sentirse a tu alrededor, se vuelve contagioso, como si lo transpiraras, como efecto las personas se alejan, a nadie le gusta ver el sufrimiento ajeno, porque es un recordatorio latente del propio».

Carlos era el que más se encargaba de hacer frente a los protocolos sociales, desde el principio de esta pesadilla, supongo que sentía la responsabilidad de mantenernos en pie como familia, aunque, yo podía ver más allá, en sus ligeros asentimientos de agradecimiento cuando le daban el pésame, aparentaba fortaleza, pero al final cuando se daba la vuelta el dolor se diseminaba en sus ojos acompañado de esa inexpresión.

Bruno y los elegidos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora