15. El Dios Oscuro

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Los tres alquimistas fueron conducidos a través de las ruinas, hasta una caverna al norte de la ciudad.

La entrada de la cueva se abría a una galería inmensa. Allí estaban reunidos un montón de cultistas. Eran verdaderamente muchos. Todos vestidos con túnicas rojas. Cientos de candelabros iluminaban el gran salón natural. Obeliscos de piedra con inscripciones en algún lenguaje desconocido incluso para el gran Maestre, se alzaban por todas partes entre las estalactitas y las estalagmitas, adornando la gruta.

Los sectarios permanecían en silencio. No se inmutaron ante la presencia de los prisioneros. Era como si los hubiesen estado esperando. El único sonido que rompía aquél silencio de muerte, era el que producían las goteras repartidas por toda la estancia. De repente un grupo de murciélagos salió revoloteando desde el fondo de la galería, donde un pasaje oscuro como la garganta de un lobo marcaba el camino hacia las profundidades del abismo.

Allá llevaron los sectarios a los alquimistas a punta de daga. Tomaron unas antorchas que se encontraban en la entrada del sombrío canal y continuaron adentrándose en la densa oscuridad.

Luego de avanzar un buen tramo por un estrecho pasillo, llegaron a otra enorme galería. No se divisaba techo. La luz de las antorchas dejaban al descubierto más obeliscos cubiertos de runas. Frente a ellos, un precipicio sin fondo visible llenaba toda aquella gigantesca caverna.

—Hay tres cepos colocados al borde del despeñadero —dijo uno de los cautivos. —Justamente tres —continuó.

—¿Ellos sabían que vendríamos? ¿Acaso nos estaban esperando? —preguntó el otro con un tono de voz que dejaba claro que la desesperación le estaba empezando a controlar.

—La reclusión nos condenó —sentenció Fervell. —Demasiados años confinados a las paredes del castillo y viajando únicamente entre las hojas de trasnochados libros.

Cuando el otro alquimista, el desesperado, perdió toda esperanza de que las intenciones de los cultistas no fueran convertirlos en sacrificio, forcejeó para escapar de su captor. Inmediatamente sintió la hoja de la daga de su verdugo hacerse camino por su costado. Un alarido salió instintivamente de su garganta mientras abandonaba las intenciones de fuga.

Los sectarios empezaron a entonar cánticos en algún lenguaje desconocido para los desafortunados prisioneros.

Los tres fueron colocados en sendos cepos. Fervell, el gran Maestre real estaba en el centro mirando al abismo sin fin y cuestionando el significado de todo lo que estaba sucediendo.

Uno de los adoradores empezó a marcar el ritmo de los cánticos con un bombo. Un repicar que iba acelerando. Tres cultistas se pararon junto a cada cepo empuñando un khopesh.

El alquimista herido cuya sangre había formado un charco debajo de su cepo, utilizaba las escasas fuerzas que le quedaban para llorar desconsoladamente.

El otro, aparentemente en shock, no emitía palabra.

Desde su posición y entre la penumbra, Fervell notó en el suelo, unas venas azules que iban cobrando brillo como si se alimentasen de la profundidad del abismo. Cada vez se hacían más lumínicas. Cada vez el tambor sonaba más deprisa. Cada vez los sectarios cantaban más rápido en su lenguaje olvidado.

—Es la veta —dijo el gran maestre. —Encontramos la energía arcana.

En el momento en que los tres pobres hombres sintieron el frío de las espadas sajar sus cuellos al unísono, la intensidad de la luz de las venas de la caverna pintaba de azul toda la inmensa galería.

***

Crystala y Alura se abrían paso, antorchas en mano por los oscuros y húmedos corredores de las mazmorras del Pedernal Negro.

Crónicas de IrindellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora