Veintidós.

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Los dos días siguientes me parecen un sueño: los recuerdos, las imágenes, los sonidos, las conversaciones... todas las memorias sobrepuestas unas encima de otras se tergiversan hasta volverse un borrón de sombras y movimientos. Mi alma se ha salido de mi cuerpo, dejándome hueca, vacía, sin vida por dentro, con un constante gesto impasible dibujándose en mi rostro. La tristeza e impotencia que debería estar sintiendo se encuentran vagando intranquilamente en algún lugar de mi memoria. ¿Cómo puedo estar triste si Bernie se ha ido, y se llevó todo rastro de sentimiento con ella?

Mi Conciencia, que reposa en su mullido sofá con la cara empapada de lágrimas, constantemente tiene que recordarme que se ha ido. Que no volverá. Que ya no está. Está muerta. Esa es la realidad.

Me gustaría creerlo.

Todos están más que devastados, más que destrozados, más que machacados. Pero el que peor la está pasando, es Bruno. No ha pronunciado palabra desde que el pitido del electrocardiograma dejó de sonar, el viernes por la noche. Se dedica a quedarse rígido mirando algún punto en el vacío, a llorar en silencio, hiperventilar cuando se le ocurre, y soltar sonidos ahogados de vez en cuando.

Decido no ir al velorio del domingo. No podré soportar todo ese llanto. La noche del sábado ya me ha dado una idea de qué tan horrible va a ser el entierro.

Para mi sorpresa, Bruno también se queda en el apartamento. No alude ni explica por qué, y yo tampoco le pregunto. Se limita a encerrarse en su cuarto toda la tarde, haciendo vete a saber qué. Sí, yo debería estar a su lado, acompañándolo y verificando que no haga ninguna locura, pero sé que necesita estar solo. Demasiadas emociones lo agobian, tal como a mí.

Lo interesante ocurre bien entrada la noche, justo después de las doce, cuando estoy cayéndome de sueño en el taburete con cigarrillo en mano. Al principio creo que el estrepitoso sonido que hace eco en las paredes es el vecino que ha llegado ebrio y está dando tamborileos, lanzando cubiertos o alguna mierda. Y luego, resuelvo que es la batería de Bruno, siendo golpeada sin ninguna delicadeza desde su estudio. ¿En qué momento bajó las escaleras?

De repente, el sonido cesa.

-¡Mierda! -exclama, y el barullo reanuda luego de un rato. Este hecho se repite unas cinco veces más, y es cuando me decido a ver qué carajo está pasando. Camino hacia el estudio, preparada para lo que sea.

-¿Bruno?

Le encuentro sentado en el banco de la batería, golpeando las baquetas contra los tambores y los platillos con toda la fuerza del mundo. La fuerza de alguien frustrado, cabreado, enojado con la vida. Emana una energía frenética, potente, que brilla como si fuera el centro del cuarto. Casi una docena de baquetas rotas por la mitad se encuentran esparcidas por el suelo alrededor de él.

Siento un ligero "crack" y tardo un rato en comprender que es la madera de la baqueta lo que se ha quebrado. Bruno se pone de pie, enojado y enérgico, y es cuando advierto que sus mejillas brillan y sus ojos están inflamados. Vale, descargar su furia y tristeza con la batería no es malo, pero verlo así me quiebra más de lo que ya estoy.

-¿Bruno? -murmuro apenas.

Él voltea la cabeza en mi dirección, con una gran arruga que cubre toda su frente. Su pecho sube y baja alterado, mientras me fulmina con una mirada que derretiría al mismo Hitler. Dios, se le ve demacrado y pálido. Tengo frente a mis ojos justo lo que hubiera querido evitar Bernadette: que Bruno sufra, y no poder hacer nada para detenerlo.

Y me rompo. Finalmente, me rompo. Las emociones regresan a mi cuerpo de sopetón, golpean en mi pecho tan fuerte, que me temblequeo ligeramente, y el vértigo provoca que mis piernas se desestabilicen. Cierro los ojos, liberando dos frías lágrimas sumida en una inercia completa. Escucho sus dos largas zancadas hacia mí tras los frenéticos latidos de mi corazón.

Sus fuertes y cálidos brazos me sostienen por la cintura para impedir que me desvanezca. Yo también le rodeo con mis brazos y hundo la cara en su cuello, llorando como nunca he llorado en la vida. Me siento destrozada, frágil, siento que la gravedad me arrastra por el gélido vacío de un abismo, y que lo único que impide que me golpee contra el suelo, es el cuerpo de Bruno contra el mío. Gotas de agua salada manchan mi hombro donde él ha enterrado su nariz. Ambos estamos envueltos el uno en el otro, unidos en ese abrazo inevitable, reteniendo los pedazos del otro para que no nos desarmemos en una agonía interminable.

-¿Qué vamos a hacer? -susurra entre lágrimas.

-Seguir adelante.

-No puedo, _____ -afirma, muy convencido. Suelto un resoplido entrecortado.

-También la voy a extrañar.

No puedo decir que la extraño ya, porque han pasado apenas dos días. Aún puedo mentirme a mí misma y convencerme de que está de viaje y va a regresar. ¿Pero qué pasará semanas después, cuando falte aquél rostro en las cenas familiares? ¿Y cuando tengamos ganas de verla, de hablar con ella, y no podamos? ¿Cómo vamos a sobrellevar esto? ¿Volveremos a ser los mismos?

No lo sé, no lo sé. Lo único que tengo claro ahora, es que me alegra que sea Bruno el que esté aquí, de todas las personas.

-Bruno, tienes que dormir.

Por lo que sé, no ha pegado un ojo desde el jueves por la noche, y eso lo hace ver medio aplastado. Pero a pesar de todo, sigue siendo apuesto, toda la vida.

-Duerme conmigo.

Wait, WHAAAAAT? Vale, eso no me lo esparaba. Despego mi barbilla de su hombro y le miro a los ojos. Estos están aún brillosos por el océano que acaban de derramar, hinchados, coloreados de un chocolate dulce, sereno, triste y pacífico, coronados por dos grandes bolsas oscuras por debajo. Quiere que duerma con él. Por alguna razón, ni siquiera pienso en negarme. Asiento con la cabeza.

-Bien, vamos.

Su mano se cierra en torno a la mía. Doy un ligero respingo cuando sus fríos dedos se enredan entre los míos.

-Estás helado -susurro, mientras tira de mí hacia las escaleras. No responde, sólo sigue caminando conmigo detrás de él.

La habitación de Bruno es sofocante, incluso más que la mía. Tengo que quitarme la chamarra y las medias para no empezar a transpirar. Él se tira a su cama de panza, dándome una espléndida vista de su perfecta espalda desnuda. Entierro las uñas en las palmas de las manos para abstenerme de acariciarla. Ahora no es el momento.

Me meto entre las tersas sábanas con la cabeza en la almohada, observando el techo anonadada. Me debato entre ir al entierro o no mañana. Son demasiadas emociones en tan sólo unas pocas semanas. Los besos, la cercanía y la confusa sensualidad de Bruno, la actitud extraña de Jed, los sentimientos encontrados, la rebaja de condena de papá y ahora la partida de Bernie. Esto necesitaba: llorar en los brazos de alguien. Aparentemente, ambos lo necesitábamos.

Estoy tan enfocada en mis divagaciones, que no me doy cuenta de que Bruno entrelaza sus dedos con los míos y apoya su antebrazo en mi vientre. Empiezo a acariciar el dorso de su mano con el pulgar.

-Gracias por quedarte hoy -musita con la voz quebrada. Volteo a verle con un intento de sonrisa.

-Igual.

Viviendo con el Idiota (Bruno Mars)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora