Veinticuatro.

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Las suaves notas de Mozart llenan mis oídos, reverberan en mi tímpano y sacuden los rincones más empolvados de mi cerebro. Los acordes me acunan entre sus brazos, arrullándome, conduciéndome hacia un sueño infinito y pacífico, mientras las últimas agonías de la melodía cierran con broche de oro...

¡BOOM! Rock pesado, al volumen máximo, justo en el tímpano. Me sobresalto de tal manera que me caigo de la cama. Puto timbre de llamada.

¿Quién putas llama a estas horas de la noche? La claridad de la maldita pantalla del celular quema las células de mi cara y me irrita los ojos; pero consigo leer apenas el nombre del contacto.

-¿Bruno? -inquiero en cuanto descuelgo.

-¡Hola, Westercita! -chilla en al auricular del teléfono. No se necesita ser un genio para darse cuenta de que está malditamente ebrio.

-Bruno, te dije que no salieras -murmuro, cansada.

-Lo sieeeeentooou. ¡No tenía a quién recurrir! -lloriquea. Sé que lo he oído en ese estado muchas veces, pero ahora sé el motivo. Y eso... eso me parte el alma.

-¿Dónde estás?

-¡En Roscouuuuuu! -canturrea ruidosamente, desafinando y todo.

-Voy para allá -sentencio con firmeza evidente, mientras me pongo los jeans oscuros con dificultad-. Quédate donde estás.

-¡Sale, vale, jale y guacamale!

-Es guacamole.

-¡Es guacamale!

Suspiro pesadamente con la chaqueta en las manos. Agh, ¿por qué me pasa esto a mí?

|*|*|*|

SITUACIÓN: Fui a buscar a Bruno al mísero y paupérrimo bar de mala muerte que se hace llamar Roscoe. Y ahí estaba yo, de pie en medio de un bandálico estacionamiento a punto de entrar a aquél huequito que emana luces estrambóticas y olor a marihuana, cuando escuché gritos de una pelea a pocos metros de ahí.

¿Y quién estaba en la pelea, con el labio partido y el ojo morado? ¿Pues quién más? Cierto moreno que me trae loca. Tuve que intervenir con gas pimienta en mano, para sacar a Bruno de tal situación. Tuve que dejarme la motocicleta y llevarme a Bruno, porque no encontré una manera de cargar con ambos. Y ahora, tengo que regresar por ella mañana. Lo repito: ¿por qué carajo me pasa esto a mí? ¡Que hecho verga mi vida!

Piso el freno, apago el motor, y golpeo mi cabeza contra el volante, como hago siempre.

Qué puedo decir, soy toda una Rayita.

-Bruno, tienes que...

-Tengo náuseas-me interrumpe, con voz temblorosa. No ha pronunciado palabra desde que salimos del estacionamiento, y me sorprende que lo haga ahora.

-Es normal. Digo, estás bebido.

Mi intención no era sonar acusadora, pero Bruno aparta la mirada, avergonzado. Bueno, tal vez sí estoy algo enfadada con él. Todos estamos martirizándonos pensando cómo podemos ayudarlo a sobrellevar esta situación, mientras él va a emborracharse a la taberna de peor reputación en todo Hawaii. Qué lindo.

Apenas llega al apartamento se derrumba en el sofá.

-¿Tienes botiquín?

-No -responde, mareado-. Pero hay alcohol y algodón en algún lugar de la cocina.

Me quito las botas y camino descalza hasta el televisor. Jalo la manta que reposa encima de la consola, y cubro la espalda de Bruno con ella. Me tiro quince minutos en hallar una maldita botella de agua oxigenada, y un paquete roto de algodón esterilizado. Me dejo caer a su lado en el sofá.

-Lo siento, Wester.

Tiene la cara escondida entre las manos, como si pretendiera ocultar su dolor entre ellas. Está haciendo un calor de mierda y, por el olor, él transpira como langosta en una olla, pero su espalda y sus brazos tiemblan. Quizás tenga fiebre. ¿Y si está enfermo? Mierda, no lo quiero enfermo.

-Bruno, mírame.

El alza la cabeza. Su cara cenicienta, adornada por sus ojos enrojecidos y múltiples heridas en su perfecto rostro, me parten el corazón a la mitad. Me apresuro a remojar el algodón, y empiezo a limpiar los pequeños cortes en su labio inferior, su pómulo y arriba de su ceja. Él hace ligeras muecas de dolor, pero no es nada que no pueda soportar. Al cabo de una media hora, ya no hay rastro de sangre en su piel morena, y la única señal de la reciente pelea es la coloración oscura alrededor de su ojo.

-Aún tengo el ojo morado.

-¿Quieres ponerte un filete, como en las películas?

Él se ríe suavemente. Bueno, algo es algo. Le toco la frente con el dorso de mi mano.

-Mierda Bruno, estás hirviendo.

-De verdad lo siento, Wester -murmura, con la mirada fija en el suelo. Es cuando me doy cuenta de que es la tercera vez que se disculpa en esta noche. Le escuché las primeras dos veces, pero no llamó demasiado mi atención. Estaba tan ocupada pensando en sus males, que no advertí los motivos.

Suelto un suspiro pesado.

-Esto no puede seguir así, Bruno.

-Lo sé, pero es que... -Se le quiebra la voz, y deja la oración incompleta flotando en el aire, sin ninguna coherencia que la ate a la conversación. Imagino que sus palabras danzan alegres hasta el balcón, se lanzan hacia la pista, ruedan hacia la acera, y se van caminando a la playa solitaria y oscura. Mis disculpas, pienso pendejadas cuando tengo sueño.

-Bruno, tienes que seguir con tu vida. No puedes quedarte estancado.

Y es cuando se echa a llorar. Puta madre, estoy cansada de verlo llorar. Es como una puñalada en el kokoro. Como una pulga en el oído. Como una aguja en el útero. Como una... Cuando se me acaban las comparaciones, lo envuelvo con ambos brazos. Nunca se me han dado las palabras, pero para abrazar a este idiota, siempre estoy dispuesta.

-Wester, ella estaba en todas partes -masculla, con la voz amortiguada por mi hombro.

-Lo sé, yo también la veo en todas partes.

-No, no lo entiendes. Entré a tu habitación. Ella... aquel hermoso rostro que tanto extraño... estaba en todas partes.

Tardo unos segundos en comprender que se refiere a los numerosos retratos que he hecho de su madre durante casi todo el mes. Profundizo el abrazo como una señal de arrepentimiento.

-Bruno, de verdad lo siento -resoplo, enojada conmigo misma. No puedo ser más estúpida, porque no lo intento-. No... no creí que te afectaría así -consigo balbucear apenas.

-No, ____. Yo lo siento. Tienes razón, esto no puede seguir así.

Nos quedamos por un largo rato así, con nuestros torsos muy juntos, ayudando a que las heridas sanen, a que el dolor se disipe, expiando toda culpa y todo error. Las lágrimas de Bruno empapan mi camiseta, pero no me importa. Nada importa ahora. Yo sólo quiero verle bien, y estoy dispuesta a hacer lo que sea.

-Tengo que bajarte la fiebre, Bruno.

-No. Ya has hecho suficiente por mí. Sólo quiero dormir.

Su voz es tan firme, que no se me ocurre negárselo. Se desliza fuera de mi agarre. Roza mi barbilla con su dedo índice, y deposita un beso en mi frente.

Mierda.

"¡Agárrenla, que se derrite!"

Ja-já. Payasa.

Me pongo de pie, para volver a apoyar mi trasero en la perezosa. Bruno se acurruca entre la manta y los cojines del sofá azulado, y cierra los ojos. Hundo mi mano entre sus cabellos, para brindar caricias a aquellos esponjosos, sudorosos y cálidos rizos castaños, hasta que se queda dormido.

Viviendo con el Idiota (Bruno Mars)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora