Entiendo que tendré que decirle a Orlando que busque más papel cuando veo por lo menos una docena de hojas desperdigadas por toda mi cama, ya he gastado al menos tres lámparas de aceite porque mis ojos, aunque jovenes, tampoco dan para tanto, y me detengo solo cuando siento algo en mi ceja palpitar, salpicando toda mi cabeza del dolor de quien no ha dormido en toda la noche.
Esas hojas están llenas de información sobre todas las posibles maneras de llegar a Ostland, el reino de Gustavo. Ya que por obvias razones el paso legal a través de la frontera no está abierto. También repleto de números de casas y contactos de distintas personas Ostlinenses, que hacen en su tiempo libre, a los lugares que van y que lazo tienen con el rey de Perla Roja.
Y justo cuando mi corazón está acelerado por toda la información que pude obtener en solo unos minutos de fisgoneo, dos golpes secos en la puerta me hacen pegar un brinco en la cama.
—Simo... —escucho la voz queda de Ana al otro lado, recojo todas las hojas entre mis brazos, escondiéndolas bajo las cobijas —¿qué haces? la puerta está cerrada, no estarás...
—¡Ya te abro! espera —una risita conocida rebota entre su lado y el mío.
—¿Puedo preguntar por qué te encierras?
—Solo si yo puedo preguntar porque ya nunca estás en casa —logro el silencio que necesito para terminar de acomodar la cama como si no hubiese pasado toda la noche con los ojos saltones gastando tinta.
—Estás un poco despeinada —me dice cuando abro la puerta aún con el pulso acelerado.
—Pase usted, mi habitación es la suya —la dejo entrar, cerrando detrás de mi con seguro nuevamente. Eso la hace entrecerrar los ojos, paseándolos después por toda la extensión de mi alcoba, como buscando algo sospechoso.
—¿No tendrás a un hombre escondido en el armario, no? —de todas las cosas que se le pueden pasar por la cabeza, me alegra que esa sea la primera.
—Puede...
Se hace un largo silencio en el que ambas nos miramos en tensión, las dos esperando que la otra diga algo sobre nuestra última discusión. En ese corto instante puedo ver en ella sus mejillas arreboladas, la piel parece brillarle más y el vestido está arrugado en las partes de tela que cubren lo más íntimo de su cuerpo, aunque la conozco mucho y no hay otra persona en el mundo a quien le contaría tantas cosas, la voz me sale nerviosa cuando la enfrento.
—Supongo, por tu aspecto, que no pasaste la noche aquí —su primer instinto es alisarse la falda, llena de una vergüenza que a mi no me gustaría que me hicieran sentir si estuviera enamorada, así que trato de arreglarlo —lo entiendo.
—Venía a disculparme por lo de tu cumpleaños ¡soy estupida!
—Si, eso es lo que hacen los hombres —le digo con ironía.
—Te lo voy a compensar, desde que nos conocimos no hemos pasado un cumpleaños separadas.
—Rompiste la tradición por un canalla.
—¡Simonett! —me regaña, pero ya no se siente esa presión de aquel día, nos miramos con complicidad —¡Perdóname! —se lanza a mi cuerpo, echando sus brazos sobre mis hombros.
—Solo fue una pelea, tendremos miles a lo largo de los años —le devuelvo su dramático abrazo, pero en realidad me causa gracia.
—¡Solo quiero entenderte! Y tú no me dejas, y el me gusta tanto. Debes tener más empatía con este corazón ¡él fue quien me pidió que me disculpara!
—Le tienes mucha confianza a ese señor.
—Tomame en serio —se aleja, sentándose en la cama, su entrecejo se arruga cuando escucha el montón de papeles sonar bajo su peso —¿qué tienes ahí?
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El monstruo de la reina (1) ©
Romance"Una travesía en la que aprenderás que el amor y el odio se miden con la misma vara." Simonett Khespy hubiese tenido una vida tal vez no perfecta, pero si con menos contratiempos, de no ser por esa copa de vino envenenada que torció el curso de su d...