He tardado un día entero en centrarme y darme cuenta dónde estoy en realidad. Desde que llegamos a Malpensa, todo ha sucedido tan rápido que no me ha dado tiempo a reaccionar. Primero, he tenido que ser consciente de que estoy pisando suelo europeo, todavía no supero el jet lag, y lo que he probado hasta ahora a nivel gastronómico me hace sospechar que acabaré aumentando una talla de pantalón.
En segundo lugar, he tenido que asumir que los próximos veintiocho días me veré casi a diario con el chico que cambió mi mundo entero hace veintidós años y que después desapareció de mi vida sin darme opción a elegir.
Todo parecía ir bien, aun en la lejanía manteníamos nuestra amistad, aunque es verdad que el tiempo adquiría otro significado con tantos kilómetros de por medio. Conectarnos por Skype como lo habíamos planificado no había sido tan sencillo por una razón de peso: la diferencia horaria. Algo con lo que no habíamos contado y que terminó por poner más distancia de la que ya había entre nosotros. Si Francesco regresaba a casa después del instituto, yo recién me estaba levantando por las mañanas. El único momento en el que podíamos mantener una conversación era al caer la tarde, y solo un rato, ya que a mis padres no les gustaba que trasnochara.
Francesco me contaba lo que hacía en su nueva ciudad. Se habían mudado a Pavía, a treinta kilómetros de Milán, donde la empresa de su padre tenía su sede. Me hablaba de que era una ciudad tranquila, pintoresca y familiar. A medida que fue pasando el tiempo, también me confesó que había hecho nuevos amigos y que sus padres lo habían apuntado a calcio y que se le daba muy bien; también le gustaba quedar con sus compañeros los fines de semana y organizar salidas en grupo.
Me gustaba hacerlo partícipe de mis logros, que supiera que me iba bien en los estudios y que, aunque todavía no tenía idea qué carrera seguir, me preocupaba por mantener mi promedio.
Le dije tantas veces que lo echaba de menos... No me lo callé porque nunca fui de ocultar mis sentimientos. Solo cuando me enteré de que regresaban a Italia tuve un lapsus de tontería que me obligó a alejarme de él. Después entendí que no era su culpa, y que, si tenía que padecer dolor por su partida, peor me sentiría si no me despedía en condiciones.
Los meses pasaron, y los años. Cambiamos, maduramos, nos hicimos mayores. Ya no éramos los mismos y, a la vez, manteníamos el espíritu de esos dos pequeños que soñaban con comerse el mundo.
Un día me contó que una chica le había invitado a salir, y eso me destrozó. Teníamos ya los dieciséis y las hormonas revolucionadas. Era obvio que el momento llegaría, que cada uno querría explorar su sexualidad, saciar su curiosidad. Sentí que la impotencia me carcomía por dentro. ¿Sería posible teletransportarme si cerraba los ojos como en las películas y aparecer allí mismo para darle un abrazo y rogarle que no lo hiciera?
No. No era tan fácil y mi corazón latía por él y sobrevivía gracias a nuestras conversaciones diarias y mi esperanza de vernos algún día otra vez.
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Una Estrategia para Conquistarte
ChickLitUn viaje a Milán. Una campaña de publicidad. Un ascenso prometedor. ¿Qué podría salir mal? Taissa es experta en Marketing y trabaja para una prestigiosa agencia de Chicago. Caótica, desordenada e impulsiva, se encuentra en el punto de mira de su jef...