Capítulo 8

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Aiden

Enciendo un cigarrillo, aspiro y dejo salir el humo blanco lentamente, absorto en mis pensamientos mientras contemplo la escena que se desarrolla a unos metros de mí.

Zack y los chicos están a mi lado, riendo por alguna tontería que dijo el moreno. Frunzo el ceño al ver cómo el idiota de Mark enrolla sus brazos alrededor de ella, sonriéndole con naturalidad.

Kiara no se zafa de su agarre, se mantiene pasiva y con la mirada fija al frente, fingiendo su presencia. Su amiga parece decirle algo a Mark que lo enfurece, pues suelta la cintura de la castaña y se aleja del lugar. Las chicas vuelven a quedar solas.

La tensión abandona mi cuerpo y termino el cigarrillo, pisando la colilla mientras regreso a la mesa con los demás.

—¿No volverás con tu amada? —pregunta Edward, divertido. Lo miro con cara de pocos amigos.

—No molestes.

Ebba me da una palmadita en la espalda.

—Ánimo, campeón. No te desanimes por una chica.

—No es cualquier chica —refuta Zack— Es su chica, su inspiración, la razón de su existencia. La dueña de su alma, de sus poemas. La musa de sus escritos.

Chicago ríe.

—Estás pasando mucho tiempo con Aiden. Creo que te está contagiando lo poeta.

—Será todo un placer trabajar contigo, mi buen amigo —dice, levantándose de su asiento y arrodillándose, con los brazos extendidos al frente— No te vas a arrepentir. Haré que esta sea la mejor decisión de tu vida.

El resto carcajea por sus payasadas. El grupo se funde en una conversación de la que no participo, mis ojos fijos en el capitán del fútbol. Se ha sentado con sus amigos en una mesa a dos de Kiara, lanzándole miraditas y comentarios frente a todos, demostrando su dominio en el instituto, creyéndose el rey cuando no es más que un pedazo de basura.

Mis hombros se tensan al recordar cómo presumía en los vestidores de gimnasia su relacion con la castaña, la primera semana de clases. Asegura que sus padres son amigos y alardea del futuro comprometedor que tienen juntos.

Al caer la tarde seguimos en el campus, rodeados de latas de cerveza, colillas de cigarrillos, hojas desparramadas y lápices. Chicago y Ebba han ido al baño. El horario escolar está por terminar y no hemos asistido a ninguna clase más que a la primera, una pérdida de tiempo; la maestra se pasó los cuarenta minutos contándole a la clase su triste vida amorosa y lo mal que la pasó en su tercer divorcio.

Los estudiantes ya están saliendo del instituto cuando la veo por segunda vez en el día.

Esta vez viene alegre, con una enorme sonrisa en el rostro, achinando ligeramente los ojos. Tiene los brazos entrelazados con su amiga, Jess, creo que así se llama y ríe con fuerza. De su hombro cuelga una mochila negra que parece pesar toneladas.

Daría lo que fuera por llevarla a casa en mi moto, abrazada a mi espalda, con su olor impregnando en mi chaqueta y no verla marchar en el auto de la rubia.

En su brazo libre carga una carpeta y varios libros.

Sonrío al recordar que uno de sus libros está en mi casa, en la estantería junto a la mesa donde escribo los delicados poemas que le gustan. Lo sé por la manera en que sus ojos me buscan aún en la penumbra.  Suena loco, pero cuando giro a verla, juro que la escucho murmurar mis poemas.

A veces me pregunto si dejaré de ser un cobarde y me postraré ante ella, dejando atrás la fachada de admirador secreto y mostrándome tal como soy: Aiden Jones, líder de una de las bandas de motociclistas más delictivas del norte, hijo de una motociclista y un doctor. 

Un chico que huye de sus propios demonios, refugiándose en las palabras no dichas a través de rimas y poemas, amante los bellos atardeceres vistos desde la playa y de una taza de café por la mañana. El admirador secreto de una chica enana, de melena castaña y flequillo.

Ese soy yo y espero que en algún momento ella me acepte.

—¿Tienen planes para esta noche? —pregunto, recargándome en la moto mientras esperamos a las chicas.

Zack enarca una ceja.

—¿Qué tienes en mente? —cuestiona, mirándose con complicidad con Brand.

—Divertirnos. Nos vemos aquí al caer la noche. Tráelos a todos. Yo me encargo del resto.

***

El cielo es oscuro y estrellado, es medianoche, y el único ruido que se percibe son nuestras pisadas al ascender por las escaleras. Nuestros rostros están cubiertos con pasamontañas, las manos enfundadas en guantes. Sostenemos linternas y bates.

A mi señal, derribamos la puerta y entramos al lugar. Oscuridad absoluta. Los pasillos, que horas atrás estaban a rebosar de estudiantes, ahora parecen desiertos dándonos la bienvenida.

Pintamos los cristales de las cámaras de vigilancia, haciendo imposible ver a través de ellas. Un grupo se dirige hacia los vestidores, otro a la cafetería, a los salones, a la oficina del director y al laboratorio de ciencias.

En cuestión de segundos, el instituto se transforma en un follón. Libros, cuadernos y carteles vuelan por las escaleras; las ventanas están hechas pedazos, al igual que los instrumentos del laboratorio, los casilleros hundidos y los altavoces destrozados.

Los gritos de euforia resuenan en el recinto.

Las mesas y sillas son lanzadas al suelo; en cada pizarra se escribe la palabra Norte y en los casilleros se dejan frases y logos callejeros con pintura en aerosol. Pintamos de rojo el agua de la piscina, dejamos encharcar el agua de los lavabos y rompimos algunas baldosas.

Entre el desorden y la agitación, visualizo los mechones azules de Chicago en una esquina oscura, besándose con Brand. Me acerco a los casilleros hasta dar con el número 105, el único que no está destruido. Tienen prohibido hacerlo. Saco el sobre de papel de mi bolsillo y lo deslizo por la rendija de metal.

El aire se vuelve más denso y desde el pasillo se asoma humo.

—¡Afuera! ¡Se acabó el show! —reconozco la voz de Zack. La banda sale del lugar, enciende las motos y desaparece calle abajo.

Tomo al moreno de los hombros.

—¿¡Qué carajo!?

—¡Se han activado los detectores de humo! ¡Esto se llenará de bomberos en cualquier segundo! ¡Salgamos de aquí!

Una vez afuera, mientras conduzco, me quito el pasamontañas, satisfecho por lo que provocamos.

***

Una esbelta figura me espera de pie en el umbral de la puerta.

—¡¿Dónde estabas, Aiden!? —pregunta con los brazos cruzados. Gruño.

Le paso por el lado, restándole importancia. El reloj de la sala de estar marca las dos de la madrugada.

Voy hacia la nevera, lleno un vaso de agua y lo llevo a mis labios. El hombre que se hace llamar mi padre me sigue los pasos.

—No te metas en mis asuntos —lanzo sobre el sofá el pasamontañas y una lata de pintura de aerosol vacía, con el olor a humo infiltrado en mi ropa.

—Dime, por Dios, que no te has metido en un problema. ¡Estoy cansado de limpiar tus mierdas, Aiden! ¡Madura! Ya no eres un crío; eres un adulto y debes comportarte como tal. Tu madre apoyaba cada una de tus fechorías, pero yo no estoy dispuesto a hacerlo. O maduras o...

—¡¿O qué!? —explotó—. ¡Dime! ¡¿O qué?! ¿¡Me echarás de casa!? ¿Eso quieres? ¡Porque no tengo ningún problema en hacerlo! Y a mamá no la menciones en esto, su nombre es demasiado para tu boca. —Amenazo.

Cierro con fuerza la puerta de mi habitación. Siento el movimiento a mis espaldas de Aike, pero lo ignoro. No quiero lidiar con él ahora, me centro en el cuaderno frente a mí.

Agarro un lápiz y plasmo en el papel lo que siento, las emociones que me embargan y el sentimiento constante de pérdida, de confusión. El amanecer me alcanza escribiendo.

Cartas en Febrero ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora