Capítulo 11

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Kiara

Nunca he creído en el amor, en las almas gemelas o en el destino. Siempre me he sentido ajena a esos temas. Ignoraba a los chicos en la secundaria, rechazaba las declaraciones de amor, los osos de peluche y los bombones de chocolate. Me escondía tras las paredes de mi casa, a salvo de los peligros que acechan afuera.

Las chicas de mi edad siempre hablaban de su cita ideal, fantaseaban con escenarios que solo existían en sus cabezas, obsesionándose con el primer chico que les sonreía. A veces me parecía ridículo. Ellas se preocupaban por ser vistas, por atraer esa mirada que les haría sentir únicas. Yo... simplemente no entendía esa necesidad.

Mis padres eran la única pareja que conocía de cerca. Testigo de sus gestos cotidianos: los besos de la mañana, los abrazos al final del día. Mamá descansando su cabeza en el hombro de papá mientras veían televisión. Miradas efímeras, pero llenas de una complicidad que no podía negar. Y aunque me negaba a ser como las chicas de mi edad, esos pequeños momentos me hacían preguntarme si alguna vez conocería a alguien así.

Había noches en las que, a pesar de todo, me sorprendía anhelando encontrar a ese alguien. Imaginaba cómo sería su presencia, si sentiría esa ansiedad que describen, el cosquilleo en el estómago al verlo. Pensaba en ese chico que me acompañaría en los peores momentos, que susurraría en mi oído cuánto me quería. Era solo una fantasía, pero a veces, aunque no quisiera admitirlo, me atrapaba.

Suspiro ante los recuerdos. Noches en las que abrazaba mi almohada y creía que necesitaba a alguien más para sentirme completa. Pero eso ya no existe. Todos esos planes y sueños dirigidos a un futuro compartido... ahora son solo míos. He aprendido que no necesito a un chico para sentirme plena.

O al menos, eso pensaba hasta hace unos meses. Todo cambió con la primera carta.

Marco el número en la pantalla, con la mano temblorosa. Tres tonos suenan antes de que se descuelgue. Del otro lado, solo se escucha una respiración. Silencio.

―¿Hola? ― Mi voz suena baja. Me siento vulnerable de repente, y mis piernas tiemblan. Me dejo caer en la esquina de la cama, buscando algo de estabilidad.

Más silencio.

―Al fin tengo el honor de escuchar tu dulce voz ― dijo una voz, pausada, como si saboreara cada palabra.

Mi piel se eriza. Es él. El poeta.

―¿Quién eres? ― Intento sonar firme, pero el nerviosismo tiñe mis palabras.

Él ríe. Una risa suave, íntima y por un segundo, me desconcierta lo familiar que suena. Mis rodillas casi fallan.

―¿No sabes quién soy? Me ofendes, Kiara. ― Su tono tiene una extraña mezcla de ironía y cercanía que me desconcierta.

―Sé quién eres ― bufo, recuperando un poco de control ―, pero me refiero a tu nombre real.

―Calma. Todo a su debido tiempo.

Miro el reloj en la pared. Son las dos de la madrugada. El partido de fútbol había terminado hacía horas, con nuestra victoria y el campo de juego se había convertido en un caos de celebraciones. Salí antes de que la marea de gente inundara el parqueadero, mi cabeza ocupada en una sola cosa: hacer esta llamada.

Jess y Liam me dejaron en casa.

―Pensé que estarías en el juego ― digo, después de una pausa incómoda.

Él sonríe. Lo siento en su tono.

―Estuve allí, solo que no me viste. ― Un bostezo suave se cuela a través del teléfono. ― Ha sido un día largo. Estoy agotado.

―Podemos hablar en otro momento, si quieres. No te preocupes, ya tengo tu número, no podrás esconderte ahora ― digo, bromeando mientras acaricio el pelaje de Cloud, que ronronea en mi regazo. Desde hace unas semanas, ha desarrollado el hábito de colarse en mi cuarto a estas horas.

―¿Tienes un gato? ― suena genuinamente sorprendido.

―Hay muchas cosas de mí que no sabes, poeta ― respondo, juguetona, intentando disimular la creciente incomodidad que empieza a filtrarse.

Se escucha un largo suspiro del otro lado. Luego, su respiración cambia, se vuelve más pesada, más... cercana.

―Me vuelves loco, Kiara ― murmura. Su voz es suave, pero hay algo en ella que me inquieta. ― Muero por tenerte cerca, por tocarte, por admirarte. Joder, no me cansaría de besarte.

Un calor desconocido se expande por mi cuerpo. La familiaridad con la que habla, la intensidad, me deja aturdida. Parte de mí quiere saber más, pero otra parte... duda.

―Debo irme ― dije, obligándome a sonar firme. ― Fue un placer hablar contigo.

Una pausa, como si considerara lo que diría a continuación.

―Buenas noches, amor mío ― su voz es suave, casi susurrada, y no sé si es una despedida o una promesa.

―Buenas noches, romeo ― contesto, pero mi mente sigue girando, confundida.

Cuelgo el teléfono y la oscuridad de la habitación me envuelve. 

Cartas en Febrero ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora