En la penumbra de su alcoba, él se hundió en la seda de las sábanas. Las velas parpadeaban, proyectando sombras danzantes en las paredes. La habitación estaba impregnada de un aroma a misterio y deseo.
En sus manos, una fotografía. El papel era antiguo, los bordes desgastados por el tiempo. La imagen mostraba a una joven, su cabello castaño oscuro enmarcando un rostro que lo había embrujado desde el primer instante. Sus ojos, profundos como abismos, parecían leer los secretos más oscuros de su alma.
Él sonrió, pero no era una sonrisa inocente. Era la sonrisa de quien se adentraba en terreno prohibido, de quien se atrevía a desafiar las reglas del mundo. Hyeri era la manzana envenenada, la tentación que lo consumía. Su corazón latía al ritmo de su nombre, y cada pensamiento estaba impregnado de su esencia.
— ¿Qué eres, Hyeri? — murmuró al viento.— ¿Un ángel o un demonio? ¿La salvación o la perdición? — Sus dedos acariciaron la fotografía, como si pudieran tocarla, sentirla. Suspiró con sus ojos cerrados por lo placentero que era lo imaginado.— No puedo tenerte, pero tampoco puedo olvidarte. Eres mi condena y mi éxtasis.
El fuego de las velas titilaban, y el pelinegro se sumergió en sus propios abismos. Hyeri era el enigma que lo consumía, la pasión que lo arrastraba hacia la oscuridad. Y aunque el mundo les prohibía estar juntos, él sabía que no podía escapar de su obsesión.
Así comenzaba su historia, atrapado entre el deseo y la prohibición, entre la luz tenue de las velas y la sombra de su propio corazón.
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