Ojos grises

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Archer.

Aurora. Aurora Inez Clemonte. Mejores amigos desde los siete años, la única chica de la que estuve enamorado desde los siete y medio, hasta hoy, cuando luego de doce años sin verla, mi estómago sintió todo aquello que solo ella lograba causarme.

Había querido creer que yo estaba bien, pero desde hoy supe que no era así, solo quería confiar en ello. Verla parada frente a mí me había devuelto el aliento, había vuelto a ver el color de las cosas, había descubierto que me devolvió la vida que ella misma me quitó. Sus ojos grises acusándome como cuando éramos niños, solo que ahora eran tristes.

Ella había vuelto, estaba aquí, a metros de mi casa otra vez, distinta, perdida, pero siempre prolija para despistar. Aun parecía la pequeña niña rubia intentando obligarnos a jugar sus juegos con muñecas, pero siempre ganábamos los niños, Carson y yo la devolvíamos a casa sucia desde la punta de sus dedos hasta las raíces de su cabello dorado, aunque no lo admitiera jamás, a ella le gustaba jugar futbol con nosotros.

¿Qué hacía aquí? Habría jurado que no la volvería a ver; este parecía un lugar muy doloroso para ella. También lo era para mí. Sin George, sin Carson y luego sin ella.

—Señor Bradbury, debo recordarle que este es mi último día aquí —habló Cecile, mi asistente.

—Cecile, no creí que hablaras en serio.

—Ya no puedo trabajar con usted. El estrés me está quitando mi juventud —tenía casi setenta años. No creo que fuera solo el estrés lo que le quitaba la juventud.

Cecile no trabajó aquí ni dos meses, pero podía entender a cada una de mis asistentes; no era fácil trabajar conmigo.

—Bien, como desees, Cecile —me encerré en mi oficina y comencé a ver unos papeles mientras esperaba a que fuera la hora de irme.

Era imposible mantener mi concentración, no con ella aun revoloteando en mi mente. No había podido agradecerle por traer mi teléfono, aunque me quemara pronunciar la palabra gracias.

Estaba tan enamorado de Aurora como lo había estado básicamente toda mi vida, pero también la odiaba. Todo de mí me decía que no merecía nada de mí, no merecía que sintiera esto por ella.

Ella era mi familia y me dejó, no volvió a mirar atrás.

Me puse de pie intentando apartarla de mi cabeza. Era hora de irme. Birdie estaba en la sala de espera como de costumbre coloreando. Al verme comenzó a guardar velozmente las cosas en su mochila rosa y me siguió a la salida. Cecile ya se había ido, buena vida a ella. Cerré el consultorio y ambos subimos al auto de vuelta a casa.

—Qué bonita es Aurora, tiene el nombre de la amiga de la que me hablaste cuando eran niños —Birdie amaba las historias y siempre la interioricé en nuestra historia familiar. Aurora era parte, lo quisiera o no.

—Es cierto —no quería decirle que son la misma persona, no aún.

Al llegar, ambos bajamos y tiramos nuestras cosas al sofá de la entrada. En la cocina descongelé algo de lasaña y la metí al horno. Birdie apareció en la cocina con su libro de colorear y se sentó en la mesa.

—Papá, ¿puedes contarme más sobre Aurora? —preguntó, mirándome con esos grandes ojos curiosos.

Suspiré, sabiendo que no podría esquivar la conversación por mucho tiempo. Había despertado su curiosidad, supongo que ya comenzaba a atar hilos y pronto sabría que Aurora está aquí.

—Aurora era fuerte, nada la asustaba, pero también era tranquila como la brisa de verano, calmada y serena. Evitaba las peleas y los problemas. Le gustaban los rolls de canela como a nada en el mundo —me reí al recordar la desesperación con la que podía comer uno tras otro—. Solía gustarle leer con el abuelo George. Ella confeccionaba su propia ropa, le gustaba la moda —estaba concentrado sacando la lasaña del horno mientras solo hablaba de las cosas que mi mente había guardado por tanto tiempo—. Amaba todo lo que tuviera olor a vainilla. Fue una gran amiga cuando éramos niños. Siempre nos metíamos en problemas juntos, pero también nos cuidábamos mutuamente.

—¿Y por qué se fue? —preguntó, inocente y curiosa.

—Hablaremos de eso otro día, pequeña. Ya es hora de cenar —estaba feliz por dejar de hablar de ella o contestar preguntas que aún dolían.

Serví la lasaña y nos sentamos a cenar. Mientras comíamos, observé a Birdie y no pude evitar pensar en cuánto tiempo había pasado. ¿Cómo explicar a mi hija lo que significaba Aurora para mí? ¿Cómo contarle la historia de un amor que había comenzado en la infancia y que, a pesar de todo, aún latía en mi corazón? Quizás algún día encontraría las palabras, pero por ahora, solo quería disfrutar de la cena con mi hija y tratar de mantener a Aurora, al menos por un rato, fuera de mis pensamientos.

Terminamos de cenar y Birdie, como siempre, insistió en ayudar a limpiar la mesa. Era una pequeña costumbre que habíamos adoptado, una manera de compartir pequeños momentos en nuestra rutina diaria. La miraba mientras trabajaba, tan concentrada y dedicada, y no podía evitar sentir un orgullo inmenso. Ella era mi mundo, mi razón de ser, y hacía todo lo posible para que tuviera una vida feliz y plena, a pesar de la ausencia de su madre.

Una vez que terminamos con las tareas de la cena, llevé a Birdie a su habitación para su rutina nocturna. Mientras ella se lavaba los dientes, aproveché para revisar su mochila y asegurarme de que tuviera todo listo para el día siguiente. Siempre me asombraba lo organizada que era para su edad, una cualidad que definitivamente había heredado de mí.

—Papá, ¿me lees una historia esta noche? —pidió Birdie, con su libro de cuentos favorito en mano.

—Claro, pequeña —respondí, tomando asiento en el borde de su cama.

Mientras leía, mi mente seguía vagando, inevitablemente volviendo a Aurora. Recordaba las noches en que solíamos quedarnos despiertos hasta tarde, hablando de todo y de nada, soñando con el futuro. Habíamos compartido tanto y, sin embargo, parecía que había tantas cosas que no sabía de ella, tantos años perdidos que ahora eran un vacío entre nosotros.

Cuando Birdie finalmente se quedó dormida, me levanté con cuidado para no despertarla y salí de su habitación, cerrando la puerta suavemente detrás de mí. Bajé las escaleras y me dirigí a la sala de estar, sintiendo una mezcla de agotamiento y ansiedad. Sabía que eventualmente tendría que enfrentar a Aurora, hablar con ella.

Me senté en el sofá, tomando un profundo respiro. El reloj en la pared marcaba las horas, y el silencio de la casa me permitía escuchar mis propios pensamientos, más claros y a la vez más confusos.

Cerré los ojos por un momento, intentando encontrar un poco de paz en medio del torbellino de emociones que sentía. La imagen de Aurora seguía apareciendo, persistente y vívida.

Jamás intenté nada con ella, sabía que simplemente hacerlo haría que nuestra relación se rompiera, había estado años tratando de adormecer esos sentimientos sobre ella, ella me calmaba y a la vez armaba un huracán dentro de mí, todo era confuso como siempre lo fue, pero sabía que ella no sentía lo mismo por mí. Lo supe cada día desde niños, me veía como su mejor amigo y yo la espere años, hasta que supe que inevitablemente nada sucedería entre nosotros.

Decidí que lo mejor era intentar dormir. Me dirigí a mi habitación, apagando las luces a mi paso y dejando la casa en silencio. Me recosté en la cama, cerrando los ojos y esperando que el sueño me trajera algo de la paz que tanto necesitaba.

Bajo la AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora