Capítulo 8

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El hogar de los elfos de Lothlorien era majestuoso. Los edificios estaban construidos alrededor de los árboles con pequeñas escaleras en el centro para pasar de un nivel a otro y los muros reflejaban la luz de la luna sobre cada rincón de las plataformas, dándoles un aspecto de ensueño.

En otras circunstancias, Isabelle se hubiese sentido rebosante de felicidad por tener el honor de estar en la casa de Galadriel, pero en ese preciso momento, no era sino tristeza lo que la embargaba.

Los habitantes del bosque entonaban hermosas melodías en voz alta, sin embargo, fue solo cuestión de tiempo para que Légolas, Aragorn e Isabelle comprendieran de qué trataban sus cantos.

Incapaces de traducirle a sus acompañantes, entraron al flet que les habían asignado, se despojaron de sus ropas sucias para asearse y cambiarse por unos nuevos conjuntos entregados por Haldir. Luego, Celeborn envió a cuatro elfas a dejarles una deliciosa y contundente cena que devoraron con calma y en silencio.

Ya era pasada la medianoche cuando se fueron a la cama y en menos de una hora, todos estaban dormidos.

Todos, excepto Isabelle.

La elfa no había podido concentrarse en otra cosa que no fuera en el mago, pues apenas cerraba los ojos, la imagen de Gandalf enfrentando al Balrog aparecía frente a ella. Estaba realmente cansada, pero el dolor por el duelo pesaba más que sus párpados.

No creía poder conciliar el sueño, así que decidió salir un rato. Antes de darse cuenta, sus pies tocaban el frío suelo y avanzaban con determinación a través de la plataforma. De un momento a otro, encontró a sí misma saliendo del flet en dirección al bosque y luego de caminar por alrededor de cinco minutos, se detuvo junto a un árbol a la orilla de un río cristalino.

Isabelle se quedó parada ahí, mientras el agua se deslizaba hacia abajo y el viento soplaba despacio sobre sus brazos desnudos.

Y entonces, en la soledad de la noche, finalmente se echó a llorar.

Lloró por sus padres, por su pueblo, por haber dejado atrás a Arwen y por haber perdido a Gandalf.

Se sentía realmente desorientada, sin saber qué hacer, adónde ir o en quién apoyarse. Se sentía vacía por dentro.

—¿Isabelle?

La elfa se volvió, asustada.

Légolas estaba parado exactamente en el mismo lugar que había estado ella hacía un par de segundos, observándola con desconcierto, compasión y otra cosa que no pudo identificar.

Isabelle se abrazó a sí misma para cubrirse del frío, lo miró con ojos enrojecidos y negó, lentamente. No quería que él la viera así ni que sintiera lástima por ella, pero tampoco quería pedirle que se fuera. No quería estar sola.

—Isabelle... —repitió, acercándose.

Las manos de Légolas sostuvieron su rostro con delicadeza y apartó las lágrimas despacio, mientras la elfa lo miraba con tristeza.

—Está temblando... —musitó con suavidad.

—Y-yo... estoy bien.

—Lo sé —asintió—. Pero no me pida que me vaya, porque no lo haré. Me quedaré aquí hasta estar seguro de que su corazón se encuentra en calma.

Ella se quedó en silencio, incapaz de oponerse. Pues en el fondo, también quería estar con él.

Légolas se quitó la capa y la pasó por la espalda de la elfa, abrochándola alrededor de sus hombros. Sus dedos fríos rozaron las clavículas de la princesa, provocando que su piel se erizara y su corazón se agitara de manera desenfrenada. Luego, como si aquello no fuera suficiente, la envolvió en un cálido abrazo.

Una batalla por el Amor [Légolas]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora