Capítulo 28

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A pesar de que durante toda su infancia y parte de su adolescencia Isabelle había escuchado hermosas canciones y asombrosas leyendas de antaño sobre la Ciudad Blanca, nada había sido suficiente para imaginar semejante fortaleza. Y aunque en los últimos meses había recorrido varios hogares en el Ancho Mundo, ninguno se comparaba a aquel majestuoso e imponente reino.

Góndor era lo que la gente describiría como un hogar de cuento de hadas.

—Es... increíble —musitó embelesada, mirando la enorme edificación que de alzaba a lo lejos.

Pippin, por su parte, estaba boquiabierto y sus pequeños ojitos observaban sorprendidos cada rincón de la ciudad.

Sombragris e Ingul galoparon suavemente sobre el campo abierto, acercándose cada vez más a la entrada del reino. Hasta que finalmente, se detuvieron frente a una enorme puerta que separaba la ciudad del resto del mundo.

Gandalf golpeó la madera con su bastón y esperó pacientemente a que la puerta se abriera, dejando entrever a un grupo de soldados armados.

—¿Quiénes son y qué buscan en nuestras tierras? —preguntó el primero, apenas visualizó a los extranjeros parados al otro lado de la muralla.

—Soy Gandalf el Blanco —anunció el mago—. Ellos son mis acompañantes, Isabelle Lumëil de Vêydna y Peregrin Tuk de la Comarca. Vinimos a ver al Senescal. Tenemos asuntos muy importantes que tratar con él.

El soldado frunció los labios, observando a los visitantes con ojos desconfiados.

—¿Qué asuntos son esos que deben tratar con nuestro Señor?

—Es un tema muy delicado. Me temo que no puedo compartirlo con nadie que no sea el Senescal —respondió—. Lo sabrán en cuánto se lo haya comunicado a Denethor.

—Lo lamento, pero los extranjeros tienen prohibida la entrada a nuestro país.

Isabelle se relamió los labios, inquieta.

—Venimos de parte de Aragorn, hijo de Arathorn —dijo la elfa, con voz firme—. Tu rey —agregó, ante el silencio sepulcral por parte del soldado.

Gandalf le lanzó una mirada de advertencia, pero ya era demasiado tarde.

—El señor Aragorn está muerto. Todo el mundo lo sabe —murmuró el hombre, inseguro.

—¿Qué pruebas tienen de eso, además de la palabra del Senescal? —inquirió la princesa, demandante.

—Ninguna, pero en su ausencia, nosotros servimos al Senescal, milady, y él ha prohibido la entrada a cualquier intruso.

—Las órdenes del Senescal no tienen autoridad sobre las del rey —masculló Isabelle, perdiendo la paciencia—, y tu rey exige que nos dejen entrar.

—Si los dejamos entrar, seremos castigados por Denethor...

—Si nos dejan entrar, Aragorn les estará muy agradecido y serán bien recompensados —repuso, arqueando una de sus delgadas cejas.

El soldado miró a sus compañeros de reojo y se inclinó para susurrar algo en el oído del hombre junto a él. Luego, el grupo retrocedió lentamente.

—De acuerdo, pero mis hombres los escoltarán —informó—. Aunque debo advertirles una cosa... Si quieren ser bien recibidos ahí adentro, no mencionen el nombre del rey frente al Senescal.

Gandalf asintió.

—¡Dyreon, Kealev!

La fila de soldados se rompió y después de un rato, aparecieron dos hombres nuevos entre los demás. El primero parecía ser de avanzada edad. Sin embargo, el otro no era más que un muchacho. Su cabello rubio caía hasta los hombros, enmarcando un magnífico rostro pálido con facciones pronunciadas. Sus labios eran delgados y su nariz alta y respingada.

Una batalla por el Amor [Légolas]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora