𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑻𝒓𝒊𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒔𝒆𝒊𝒔

781 78 9
                                    

Narrador omnisciente

Daniela detuvo el coche delante de la casa que había compartido con Poché.

Aparcó. Se quedó mirando el edificio. Había luz en la salita; ella ya estaba en casa. Maldición. ¿Le abriría la puerta a esas horas de la noche?
Durante el largo viaje desde Texas, no había dejado de preguntarse lo mismo una y otra vez, como si sus pensamientos fueran un bucle sin fin que la llevaran siempre a la misma conclusión: tenía que hablar con Poché e intentar arreglar las cosas.

No renunciaría a Poché sin luchar. Tenía que encontrar la manera de convencerla de que la amaba y de que jamás volvería a traicionarla.

Armada con todas esas convicciones, apagó el motor y se enfrentó a la tranquila y fría noche de noviembre. Cuando se acercó a la puerta, le sudaban las palmas de las manos.

Un grito lleno de terror rompió el silencio de la noche. El sonido le puso la piel de gallina. No era un programa de la tele. Era real, humano y muy familiar.

«¡Poché!».

Corrió hacia la puerta, agarró el picaporte y lo movió. Pero estaba cerrada con llave.

—¡Joder! —¿Las ventanas? ¿La otra puerta? Sabía que todo estaría cerrado.

Jack había dotado la casa con unas medidas de seguridad a prueba de bombas. Lo que le hizo preguntarse quién y cómo habría entrado. Ya pensaría en eso más tarde.

No podía preocuparse ahora por esos detalles sin importancia. Tenía que encontrar la manera de entrar y decidir qué hacer rápidamente o Poché podría morir.

Llamar al 911 era la elección lógica… Pero Remy no hacía bien su trabajo y no contaba con medios para entrar en la vivienda. Lo más sensato sería llamar a Tyler.

Sacó el móvil y marcó el número del guardaespaldas, agradeciendo haber copiado el número del móvil de Poché después de que ella hubiera «desaparecido».

Tyler respondió al instante.

—¿Qué pasa?

—Es Poché. Alguien ha entrado en su casa. La
he oído gritar, pero no puedo entrar porque cambió las cerraduras.

—No me vengas con cuentos estúpidos para intentar verla.

—Es la pura verdad. —Entonces Poché volvió a gritar, muy fuerte.

—¡Joder! —maldijo el guardaespaldas cambiando de actitud—. Estoy a más de diez minutos. Vas a tener que entrar tú e intentar hacer algo hasta que yo llegue. Te indicaré cómo.

—¿Cómo? —Estaban perdiendo el tiempo. Cada segundo que pasaba, Poché corría un peligro mortal. —Rodea el garaje hasta el lateral de la casa. En el patio hay una puerta de entrada al garaje. A la derecha de la puerta, hay un arbusto de acebo. Detrás hay una lata medio enterrada en la tierra.

Daniela rodeó la casa lo más rápidamente que pudo. Ahora estaba justo debajo de la ventana de Poché. La oyó gritar otra vez y el sonido le retorció las entrañas de terror. ¿Por qué no podía romper una de esas jodidas ventanas y entrar? No podía perderla, maldita sea, la necesitaba en su vida.

—Está demasiado oscuro para ver algo.

Llena de frustración regresó corriendo al coche y cogió la linterna de emergencia. Y de paso,
por si las moscas, la pistola semiautomática
que llevaba en la guantera, que se metió en la cinturilla del pantalón, en la espalda…

Los segundos que le llevó llegar de nuevo a la puerta lateral se le hicieron eternos, pero localizó la lata con rapidez y metió la llave en la cerradura.

𝑫𝒆𝒍𝒊𝒄𝒊𝒐𝒔𝒂 𝑹𝒆𝒅𝒆𝒏𝒄𝒊𝒐́𝒏 | 𝒞𝒶𝒸𝒽𝑒́ | Donde viven las historias. Descúbrelo ahora