Epílogo

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El primer tiempo fue duro. Muchas veces sentí que todo aquello me quedaba grande, que lo que tanto tiempo había soñado y que al fin me atrevía a cumplir se me venía encima, como una cascada de miedos y dudas que hacían que la ansiedad creciera en mi pecho. Otras veces, incluso, dejándome guiar por esa parte más vulnerable pensé en dejarlo todo, tirar la toalla y regresar a España, pero en algún punto sus palabras resonaron en mi cabeza. Como un eco se hicieron presentes en lo más profundo de mi vacío. Nosotros dos junto a un faro, una promesa y mucho que sentir. Ese había sido Leo una tarde cualquiera prometiéndome que estaría a mi lado. Por ilógico que pudiera ser, en esos momentos de incertidumbre lo sentía tan presente como si realmente estuviera sosteniendo físicamente mi mano.

Nos mantuvimos en contacto todo el tiempo, tanto con él como con mis amigos y familia, pero tan insegura como siempre había sido, era Leo quien me preocupaba. El temor a que aquella despedida pudiera ser todo lo que quedara de un nosotros me hacía desesperar en las noches. El miedo a que ya no volviéramos a estar, no volviéramos a ser. El tiempo fue pasando entre mensajes y llamadas que cada vez me sabían más a poco, hasta que un día, de la nada, lo entendí. Entendí ese dichoso vacío, esas noches sin dormir, ese miedo absurdo, y no pude más que abrazarlo, abrazar esa idea de que el día que regresara ya no quedara un nosotros y simplemente me lancé a vivir.

Conocí personas, hice un montón de fotos, viaje a lugares increíbles y crecí. Crecí sola dejando a un lado todas las posibilidades que podrían ser. Crecí sabiendo que la persona que había sido poco a poco se quedaba atrás, sin conocer que resultaría de todo aquello, sin sobrepensar.

Y un día solo pasó. Después de meses de viajar sola decidimos vernos durante una semana en Santorini. Fui yo quien lo invitó. En un momento de efusividad le pedí que pasáramos ese tiempo juntos en mi próximo destino. Leo no lo dudó y eso me llenó de alegría al darme cuenta de que al fin nos reencontraríamos, situación muy distinta a cuando iba en el avión sabiendo que en menos de veinticuatro horas estaríamos juntos. Fue ahí cuando una angustia me ahogó, y en cuestión de instantes temí el volver a convertirme en la persona que pensaba había dejado atrás, como si de alguna forma Leo pudiera traer de vuelta a la chica insegura y desesperada que había sido a su lado. O, por el contrario, de darme cuenta de que podría haberlo idealizado y que ese chico ya no era compatible con todo aquello que estaba descubriendo de mí misma. Fue entonces cuando entendí que los temores siempre estarían presentes en nuestra mente, que la única forma de superarlos era atravesándolos.

De nuestro encuentro logré reencontrarme con el chico que había conocido en un bar de una playa una tarde de verano y con todo lo que había deseado ser junto a él.

Cuando nos volvimos a despedir sentí una inmensa necesidad de él, supuse que era el lado negativo de crear buenos recuerdos, la nostalgia del después. Continué mi viaje y meses después regresé a mi sitio, regresé a aquella playa que tantos atardeceres me había estado guardando. Regresé a mis amigos, a mi hogar y regresé a él.

Nunca fuimos una pareja al uso. De alguna forma siempre nos sentí especiales. Lo que más amaba de Leo era su libertad, el ser tan independiente, tan él. Y justamente eso fue lo que más admiré de nuestra relación, el haberme obligado, de alguna forma indirecta, a realizar aquel viaje, a cumplir mis sueños y a hacerme tan libre como él. Pero sobretodo, las muchas formas que siempre encontramos de elegirnos en esa libertad.

Porque simplemente lo entendimos, entendimos que más allá de ti quedaba un nosotros.

Más allá de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora