1. Mi terraza con vistas al mar.

120 19 9
                                    

Era pequeño y confortable el espacio, de esos apartamentos que pertenecen a edificios antiguos y pasados de moda, pero que dentro esconden increíbles historias, o al menos eso era lo que me gustaba pensar. Me encantaba perderme en mi imaginación inventando vidas de personas que podrían haber compartido en otra época esas paredes. Es una costumbre que tengo desde que era pequeña y visitaba a mi abuela en el centro de Madrid. Vive en uno de los edificios de aspecto sobrio, pero que dentro habita un ambiente cálido el cual ahora reconozco como hogar.

Mi nuevo apartamento se encontraba en el tercero y último piso de la edificación. Nada más entrar encontrabas un largo pasillo con puertas a ambos lados que conducían a un baño y dos dormitorios, el final del pasillo daba paso a una cocina-comedor que se abría a un pequeño salón. Al fondo de este encontrabas una puerta común que te trasladaba al lugar más mágico de toda la estancia, una gran terraza con vistas al mar desde la cual se podía oler la brisa marina y observar como las olas rompían en la arena. Ese olor tan peculiar que me hacía apreciar un sentimiento de libertad que yo misma no me permitía experimentar. Desde que era una adolescente me había llamado la atención conocer que había más allá del mar que ese día me enfrentaba. Quería vivir el mundo. Salir de mi zona de confort, del espacio que representaba mi lugar seguro y enfrentarme a aquello que me pudiera ofrecer la vida, pero siempre había algo que me frenaba. Sería falta de madurez o de valentía. Sería quizás ese círculo vicioso de ansiedad tan típico que te hace solo pensar en cómo vas desperdiciando el tiempo que nunca podrás recuperar, pero que a su vez no te permite darte rienda suelta a ti misma y llevar tu existencia al límite. Esa ansiedad que más que existir solo te permite sobrevivir.

Siempre fui una mujer de extremos, el tipo de personas que pasan del interés absoluto a la completa apatía, esa que un día decide odiar el color rosa después de diecinueve años de haberlo amado. Aquella que en una primera impresión te parecerá tímida y retraída, pero que en el momento que gane confianza no lograras hacer que calle ni debajo del agua. Odio esa primera falsa impresión porque siempre da pie a que luego las personas te digan frases del tipo "nunca esperé que fueras así", como si en algún momento hubiera hecho una especie de pacto silencioso donde les aseguraba que me mantendría callada y conforme todo el tiempo. Tampoco era el caso que fuera alguien rebelde y descomedida, pero si tengo una opinión siempre la daré, independientemente de que estén de acuerdo conmigo o no. Puede ser que mi carácter me hiciera en cierto punto llegar a ser "intensa", o al menos así me definen mis amigos cuando dan por pérdida una discusión conmigo.

Lo que sí es seguro era que a lo largo de los años había encontrado una forma de volcar toda esa intensidad acumulada a través de la fotografía. Se podría decir que la fotografía representa aún a día de hoy mi más grande pasión, tan grande que me limitaba a hacer de ella un simple hobby, y sí, aquí es en uno de los aspectos en los que también entraba esa tediosa ansiedad, el miedo que restringe al ser humano a sobrevivir, que te impide desarrollar tu verdadera vocación por el temor a no llegar a ser lo verdaderamente buena que los demás esperan que seas. Ana lo llamaba el síndrome del impostor, ese que te cortaba las alas y frenaba la creatividad, que en los momentos de mayor inspiración podía sorprenderte y pasarte factura con un cúmulo de inseguridades, y si había algo de lo que era consciente era que de seguridad iba justa.

La fotografía es mi medio de expresión, mi vía de escape de la realidad. Mi modo creativo se abre paso cada vez que logro capturar un momento e inmortalizarlo, como hice con el atardecer de aquel día que había ido junto a Marcos a conocer el que sería nuestro nuevo piso. La vista que ofrecía la terraza donde podríamos disfrutar todas las tardes de aquel maravilloso espectáculo fue el factor definitivo para que decidiéramos que ese sería nuestro nuevo hogar. El apartamento estaba impregnado de un aura que brindaba cobijo y te acogía en cualquiera de sus esquinas. Ese ambiente era indispensable para mí, necesitaba sentirme segura, hacer mío el espacio, identificarme con el lugar y después de haber recorrido tantísimos apartamentos a lo largo de dos agotadores meses al fin habíamos encontrado nuestro sitio.

Más allá de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora