VEINTIUNO: Tormenta

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                                                                                          ~Cain~

—Ya que no quieres darme lo que quiero, tendré que obligarte a hacerlo —dijo Leon, una sonrisa siniestra curvando sus labios mientras hacía una señal con la mano a dos de sus hombres.

Sentí una presencia detrás de mí, y de repente, un pañuelo impregnado de algún químico cubrió mi boca, impidiéndome gritar. Los dos hombres regresaron a la habitación empujando una cama que parecía sacada de un hospital.

Le lancé a Leon una mirada llena de interrogación y rabia, preguntándome qué planeaba hacer. Dos hombres levantaron a Alaska con brutalidad y la ataron a la cama. Empezaba a entender...

—Veamos si esto te gusta —dijo Leon, comenzando a desabrocharse la camisa y el pantalón. Mis venas se llenaron de desesperación mientras intentaba levantarme de la silla. Alaska suplicaba que la dejaran en paz, y yo me sentía como un idiota débil, atado e impotente.

Leon se desnudó y luego despojó a Alaska de sus ropas con rudeza. Sus hombres me forzaron a mirar todo lo que estaba ocurriendo. Leon la tocaba como si fuera un maldito juguete. Los ojos de Alaska se llenaron de lágrimas mientras me miraba con un dolor indescriptible. Los oía gemir, a ella de sufrimiento y a él de placer.

Cuando terminó su juego perverso, Leon se vistió, me sonrió y salió de la habitación. Sus hombres nos soltaron a mí y a Alaska, que yacía en la cama, desnuda y temblando de vergüenza.

La luz parpadeante de la bombilla en el techo apenas iluminaba la habitación. El silencio que se apoderaba del lugar era pesado, casi opresivo. Después de que Leon y sus hombres se fueron, el eco de sus pasos se desvaneció, dejando solo un frío que calaba en los huesos.

Sentí una presión en el pecho al ver a Alaska, temblando en la cama, desnuda y vulnerable. Mientras liberaba sus muñecas de las ataduras, mi corazón se rompía por el dolor que veía en sus ojos. Estaba herida, no solo físicamente sino también en su espíritu. Me acerqué a ella con la única intención de aliviar un poco su sufrimiento, de mostrarle que aún había algo de humanidad en medio de este caos.

—Alaska, lo siento tanto —dije, tratando de controlar mi voz que temblaba—. No debería haber dejado que esto sucediera. Prometo que lo haremos pagar.

Ella no respondió de inmediato. Su cuerpo estaba temblando de manera incontrolable, y sus ojos, aunque cargados de lágrimas, trataban de buscar alguna esperanza en los míos. En el silencio de la habitación, sus lágrimas eran las únicas que rompían el silencio.

—¿Por qué? —susurró finalmente, su voz rota—. ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Por qué me hizo esto?

—No lo sé, Alaska —dije, mi voz apenas audible—. No entiendo por qué Leon es tan cruel. Pero lo que sé es que vamos a salir de aquí.

Empecé a buscar algo para cubrirla. Encontré una manta arrugada en una esquina y se la pasé, tratando de protegerla de la frialdad del ambiente. Su piel estaba pálida, y el temblor que la recorría parecía interminable. Mi furia y desesperación se mezclaban en una tormenta interna mientras veía el daño que Leon había causado.

—Esto no es tu culpa, Alaska —dije, intentando infundirle algo de consuelo—. No te culpes por esto. Tenemos que concentrarnos en salir de aquí.

Alaska me miró, sus ojos llenos de un dolor profundo. Se levantó, tambaleándose un poco mientras se esforzaba por mantenerse erguida. Su cuerpo estaba enrojecido y herido, y el simple hecho de estar de pie parecía un gran esfuerzo para ella.

—¿Cómo puedes ser tan fuerte? —preguntó, su voz apenas un susurro—. Yo... yo me siento rota.

La miré, tratando de encontrar las palabras adecuadas, pero nada parecía suficiente. Me enfoqué en la rejilla de ventilación que habíamos encontrado. Necesitábamos actuar rápido. Mientras trabajábamos para quitarla, el dolor de verla en ese estado me impedía concentrarme completamente.

La Chica De Los LazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora