Capítulo 52.

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Oscuriveno

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Oscuriveno.

Alecxander.

Mis párpados pesan como si estuvieran cargados de plomo. El dolor punzante en mi cabeza se extiende desde la nuca hasta las sienes, como si alguien hubiera martillado mi cráneo. Intento moverme, pero mi cuerpo se niega a obedecer. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Días? ¿Semanas?

La habitación está sumida en la oscuridad, y solo puedo distinguir las siluetas borrosas de las máquinas que zumban y parpadean a mi alrededor. La luz tenue proviene de sus paneles de control, y me permite vislumbrar la figura de mi esposa, sentada en un mueble junto a mi cama. Su cabello rojo cae en cascada sobre sus hombros, y su rostro está sereno, como si estuviera en un profundo sueño.

El dolor se intensifica cuando intento mover los brazos. Mi piel está pegajosa y sudorosa, y siento la rigidez de las vendas que envuelven mis extremidades. ¿Qué me ha sucedido? ¿Por qué estoy aquí? Las imágenes son fragmentos borrosos: una explosión, gritos, el olor acre del humo.

Con un esfuerzo sobrehumano, logro girar la cabeza hacia ella. Su nombre se atasca en mi garganta, pero finalmente lo susurro:

—Janice...

Ella no se inmuta, y me pregunto si está soñando conmigo, o si simplemente está agotada por las horas de vigilia junto a mi cama. Nunca la había visto dormir tan relajada, Janice no es de sueño pesado así que, no me queda ninguna duda de que está muy cansada.

El dolor se extiende a cada fibra de mi ser mientras intento incorporarme. Las sábanas raspan contra mi piel, y el colchón cede bajo mi peso. Las máquinas emiten pitidos rítmicos, como un coro de grillos electrónicos. Dioses, ¿por qué no se callan? Van a explotarme la cabeza.

Quito con cuidado los tubos conectados en mis brazos, hago a un lado las sábanas y estoy por ponerme de pie cuando la mujer frente a mí pega un brinco que me asusta. Despierta de golpe, pasando la mirada de las máquinas, a su manta y luego, la centra en mí.

Deja caer los hombros en un ruidoso suspiro y no duda en ponerse de pie para acercarse.

—¡Por todos los dioses, por fin despertaste!—se deja caer sentada en mis piernas, tomando mi rostro con ambas manos para besarme pero la rapidez y brusquedad de sus movimientos me pasa factura en mi cuerpo adolorido—Oh, cielos, lo siento tanto...

—No, no, no importa.—detengo sus impulsos de ponerse de pie, rodeo su cintura con un brazo y escondo la cara en su cuello inhalando el olor de ese perfume que tanto me gusta—Te extrañaba tanto...

—Estabas inconsciente, ¿cómo ibas a hacerlo?—se burla, pasando un brazo por mis hombros y todo dolor que estuviera sintiendo se esfuma. Ella nunca deja de sentirse como mi maldita casa.

No sé cuánto tiempo ha pasado en mi inconsciencia, pero a juzgar por su alivio al verme despierto y por lo entumecido que tengo todos los huesos, lo más probable es que hayan pasado ya varios días. Abrazo con todas las fuerzas que puedo reunir a mi mujer, la envuelvo, la siento, le beso el cuello y no dejo de tocarla por todas partes tratando de cerciorarme de que sea real y no un vago sueño como los que tuve estando dormido o cuando ella estaba inconsciente.

PODER: El Libro De Las Siete Maldiciones. [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora