Capítulo 5

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Los días transcurrían con una calma dulce en la hacienda, donde la presencia de la pequeña Ada llenaba de alegría cada rincón. La bebé, con su risa contagiosa, se había convertido en el centro de la vida de Cate y Ángeles. A la pelirroja le encantaba leerle cuentos a la pequeña, sabía que no comprendía el contenido de lo que leía, pero parecía que Ada, entendía cada párrafo, la forma en la que la pequeña le tomaba atención, su voz suave envolviendo a la bebé en un cálido arrullo que la dejaba fascinada. Cate, a menudo, se quedaba observando la escena desde la distancia, encantada por la manera en que Ángeles conectaba con su hija. En varias ocasiones, terminaba uniéndose a ellas, y más de una vez se había quedado dormida con la cabeza en el regazo de la joven, sus piernas se habían vuelto un lugar familiar y cómodo, una especie de refugio para ambas.

Durante las ocho semanas que habían pasado juntas, el vínculo entre Cate y Ángeles se había vuelto más fuerte. Cate había recuperado su figura completamente, sus curvas eran ahora más pronunciadas, sus caderas y trasero redondeados y firmes, y sus pechos, llenos de leche, seguían siendo una tentación que Ángeles no podía evitar notar en silencio. Aunque la cintura de Cate había vuelto a su esbelta forma gracias a los masajes y cremas que aplicaba, la maternidad la había dotado de una sensualidad madura que a Ángeles le resultaba irresistible.

Una mañana, después de haber dejado a Ada en su cuna para que durmiera, Cate se acercó a Ángeles con una sonrisa que revelaba una idea en mente.

— Ángeles, ¿te parece ir al establo? Quiero que conozcas a mis bebés — dijo, refiriéndose a sus preciados caballos.

— Claro, vamos — respondió Ángeles, notando el brillo en los ojos de Cate, incapaz de resistirse a su entusiasmo.

Cate se había vestido para la ocasión con unos vaqueros azules ajustados que acentuaban sus caderas, una camisa celeste que resaltaba el tono de su piel y sus ojos, y un par de botas negras que remataban su atuendo práctico pero atractivo. Su cabello, recogido en una trenza despreocupada, dejaba caer algunos mechones sueltos sobre su rostro, dándole un aire de naturalidad irresistible.

Por otro lado, Ángeles había optado por su estilo característico, una falda azul muy corta que abrazaba sus curvas y una camisa negra que combinaba perfectamente con el chaleco blanco que llevaba encima. Como toque final, su lazo azul en el cabello y unas botas vaqueras blancas que había comprado recientemente, completaban un look atrevido, pero encantador.

— Te va a gustar — dijo Cate, tomando su gorro y dirigiéndose a la puerta junto a la pelirroja.

Ambas salieron hacia el establo, caminando por los senderos que ya se habían vuelto familiares para ambas, conversando animadamente sobre la belleza del lugar. Cate le mostró a Ángeles todos sus animales, con un cariño evidente en cada gesto. La vaca Zoe, con su temperamento dócil, se ganó de inmediato el corazón de la pelirroja, mientras que Tornado, el imponente caballo negro de Cate, se mostraba inusualmente manso ante la presencia de Ángeles.

— Es raro, Tornado suele ser muy altanero. — comentó Cate, acariciando el cuello del caballo con ternura. — Creo que alguien se ha enamorado — bromeó la rubia, lanzándole una mirada juguetona a su caballo.

Sin embargo, Ángeles, al escuchar la palabra "enamorarse", sintió que su corazón daba un vuelco. Por un instante, pensó que Cate hablaba de sí misma, y el pensamiento la hizo tropezar con sus propias palabras.

— ¿Estás bien? — preguntó Cate, con preocupación.

— Sí… sí, estoy bien — respondió Ángeles, intentando recuperar la compostura, aunque la confusión en sus ojos no pasó desapercibida para Cate.

Mientras Cate se preparaba para montar a Tornado, se dio cuenta, por primera vez, del atuendo de Ángeles. La falda corta que llevaba la pelirroja no solo destacaba sus piernas largas y contorneadas, sino que también dejaba al descubierto el contorno de su trasero cada vez que se inclinaba. Cate tragó saliva, sintiendo cómo la temperatura de su cuerpo subía. La joven la atraía más de lo que estaba dispuesta a admitir, y esa realización la hizo sentir un poco culpable, sobre todo porque solo había pasado un mes desde la muerte de Emma.

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