Epílogo

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El tiempo, con su incesante marcha, continuó tejiendo la historia de Cate y Ángeles. Los años pasaron, y la hacienda que una vez fue escenario de tanto dolor, se transformó en un refugio de amor y paz. El jardín donde sus hijos jugaban creció junto con ellos, convirtiéndose en un lugar donde las risas resonaban y los recuerdos se atesoraban. Los niños, Ada, Adán, Eva, Ángel, y la pequeña Mía, florecieron bajo el cuidado de sus madres. Cada uno de ellos llevaba en su corazón la fuerza y el amor que Cate y Ángeles les habían inculcado, recordándoles siempre la importancia de la familia y la valentía de enfrentar el mundo con la cabeza en alto. Cada celebración familiar, cada risa compartida, cada noche estrellada observada desde el porche, fortalecía los lazos que los unían. Cate y Ángeles encontraron en su hogar un santuario donde podían ser ellas mismas, donde el pasado ya no era una carga, sino una lección que las había moldeado. El jardín de la hacienda en donde florecían hermosos tulipanes, era un símbolo de ese amor que, a pesar de las tormentas, seguía floreciendo.

Una tarde, ya en la madurez de sus vidas, Cate y Ángeles se sentaron juntas en el porche, observando a sus hijos, ahora adultos, reunirse con sus propias familias en el mismo jardín donde ellos habían crecido. Mía, la más joven, sostenía a su primer hijo en brazos, y Ángeles, con una sonrisa serena, recordó el día en que la había traído al mundo. Cate, a su lado, le dio un apretón suave en la mano, como siempre había hecho cuando las palabras no eran necesarias.

— Hemos vivido tanto, mi amor — susurró Ángeles, con una mezcla de nostalgia y gratitud en su voz.

Cate la miró con ojos llenos de la misma ternura y amor que habían compartido desde el principio. — Y lo haría todo de nuevo, si eso significa que puedo pasar cada día de mi vida a tu lado.

El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo con colores dorados y rosados, un reflejo del amor eterno que compartían. Las sombras del pasado eran solo eso, sombras, que se desvanecían con la luz que ellas mismas habían creado. Con un suspiro de contento, se recostaron juntas, viendo cómo el sol se ocultaba una vez más en el horizonte, dejando tras de sí la promesa de un nuevo amanecer.

— Siempre juntas, Cate. — Ángeles cerró los ojos, saboreando la paz que solo la presencia de su esposa podía darle.

— Hasta el último atardecer, mi amor. — respondió Cate, besando suavemente la frente de Ángeles.

Y así, bajo el cielo estrellado, con sus corazones entrelazados como siempre lo estuvieron, Cate y Ángeles encontraron la paz que tanto habían buscado. Su historia, una que había comenzado con desafíos y oscuridad, se selló con amor y luz, una historia de redención, esperanza y, sobre todo, de un amor que perduraría más allá del tiempo mismo.

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