Capítulo 18

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El sol invernal apenas lograba asomarse por las gruesas cortinas de la habitación de Thalía cuando los recuerdos de su infancia comenzaron a invadir su mente, como si la calma de esa mañana nevada hubiera abierto la puerta a pensamientos olvidados.

Desde pequeña, Thalía siempre había sido una niña curiosa y reservada. Creció en un hogar lleno de amor, pero también de expectativas. Sus padres, aunque cariñosos, eran exigentes en su propio modo. Querían que Thalía fuera fuerte, independiente y, sobre todo, que nunca se dejara llevar por fantasías. Así que desde temprana edad, Thalía aprendió a mantenerse firme, a no depender de los demás para resolver sus problemas.

Pero había momentos en su niñez en los que el mundo se sentía demasiado grande para soportarlo sola. Recordaba los días en que corría por los campos cerca de su casa, dejando que el viento despeinara su cabello oscuro y sus pensamientos volaran libres. En esas escapadas, Thalía se perdía en sus sueños infantiles de aventuras, donde ella era la heroína, luchando contra criaturas invisibles, salvando mundos lejanos. Pero al regresar a casa, todo volvía a la normalidad. La realidad tenía un modo de traerla de vuelta a tierra firme.

Había una colina cerca de su hogar que solía visitar. A lo largo de los años, se convirtió en su refugio personal. Se sentaba en la cima, observando el paisaje que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y allí se sentía en paz, como si en ese espacio privado el mundo no pudiera alcanzarla. Era su lugar para pensar, para soñar, y a veces, para llorar. Los momentos difíciles siempre encontraban su camino hacia esa colina, y allí, en el viento frío o bajo el cálido sol del verano, se permitía sentir. En silencio, claro, porque llorar abiertamente no era algo que hubiera aprendido a hacer.

Los recuerdos de su niñez le traían a la mente una época antes de que todo se volviera complicado, cuando las mayores preocupaciones de su vida consistían en pequeñas riñas con otros niños del pueblo o en tratar de entender por qué las cosas no siempre salían como ella quería.

Uno de esos recuerdos, más vívido que los demás, siempre la acompañaba. Tenía alrededor de ocho años, una tarde fría de otoño. Thalía había salido a jugar sola, como de costumbre. Ese día había intentado trepar a un árbol viejo en la colina, uno que le parecía imponente, casi mágico. En su cabeza, se imaginaba a sí misma escalando hasta la cima y, desde allí, viendo algo maravilloso, algo que cambiaría su vida para siempre. Pero al subir, su pie resbaló y cayó al suelo, torciéndose el tobillo en el proceso. El dolor era agudo, pero lo peor fue la frustración. Sentada en la base del árbol, las lágrimas corrían por su rostro mientras miraba hacia arriba, sintiéndose pequeña e incapaz.

Nadie vino a buscarla ese día. Sus padres confiaban en su habilidad para cuidarse, y Thalía sabía que debía levantarse y regresar por su cuenta. Sin embargo, algo en esa soledad, en esa caída, le enseñó a endurecerse aún más. Aprendió que el mundo no siempre era un lugar justo, pero también que ella tenía la capacidad de levantarse cada vez que se caía, física o emocionalmente.

A partir de ese momento, su independencia se fortaleció. Empezó a esconder sus emociones más profundamente, a poner una barrera entre lo que sentía y lo que los demás podían ver. Sabía que podía contar con su familia para muchas cosas, pero cuando se trataba de sus luchas internas, sentía que estaba sola. Esa soledad la había acompañado durante años, formándola, haciéndola la mujer que era ahora.

Al crecer, Thalía se convirtió en una joven más introspectiva. Sus habilidades académicas florecieron, siempre destacando en la escuela, pero no tenía demasiados amigos. No es que le molestara, pero a veces, en las noches solitarias, sentía una punzada de anhelo por algo que no sabía describir.

Su infancia había sido una mezcla de dulzura y retos. Sus padres la amaban, pero el deseo de que fuera fuerte a veces la había hecho sentir como si no pudiera mostrar ninguna debilidad. A menudo se sentía como si estuviera cumpliendo con una expectativa invisible que pesaba sobre sus hombros. Y en medio de todo eso, Thalía se convirtió en alguien que, aunque amable, mantenía siempre una parte de sí misma reservada, oculta de los demás.

Quizá fue por eso que, al conocer a Dean, sintió una resistencia inicial tan fuerte. La idea de depender de alguien o abrirse emocionalmente le resultaba tan ajena, tan peligrosa. Pero, en el fondo, sabía que las barreras que había erigido en su niñez, las que la habían protegido durante tanto tiempo, podían estar impidiendo algo más: una conexión verdadera con quienes realmente le importaban.

Mientras estaba acostada en la cama de la casa de Dean, los recuerdos de su infancia la invadieron y no pudo evitar preguntarse si esas experiencias la habían preparado para lo que estaba viviendo ahora. Toda su vida había luchado por ser independiente, por ser fuerte. Pero en el mundo en el que estaba inmersa ahora, donde ángeles y secretos divinos giraban a su alrededor, esa fortaleza interna tenía que ser compartida, distribuida entre aquellos que la rodeaban, como Dean y Simon. Tal vez, para poder seguir adelante, tenía que aprender a soltar un poco el control, a permitir que otras personas la sostuvieran cuando las cosas se volvieran demasiado pesadas.

El invierno en la casa de Dean parecía casi eterno, y el tiempo allí le daba espacio para reflexionar sobre quién había sido, quién era ahora, y quién podía llegar a ser. Dean había traído algo nuevo a su vida, algo que la asustaba pero también la emocionaba. Y aunque aún no sabía exactamente qué significaba todo, había algo en ella que le decía que estaba en el lugar correcto, en el momento correcto.

Quizá, pensó mientras el sueño comenzaba a vencerla, su infancia no había sido solo un refugio de sus propios miedos, sino una preparación para algo mucho más grande de lo que nunca hubiera imaginado.

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