Una señal de socorro

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JAJA NO SOY TAN MALA DE DEJARLOS ASÍ TODO UN DÍA.

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Todo mi mundo se detuvo en un solo instante.

Me quedé congelado, mirando los ojos sorprendidos y abiertos de Yeonjun, quien me miraba de vuelta con sus labios todavía entreabiertos.

Había una intensa presión en mi pecho y un profundo vacío en mi mente. No podía respirar. No podía moverme. No quería mirar el agujero de bala y la sangre en su pecho. No quería que aquel entumecimiento que me llenaba, se convirtiera en la agonizante e inequívoca sensación de que, en efecto, lo había perdido todo.

Absolutamente todo.

Fue Yeonjun quien, a cámara lenta en aquel mundo congelado, agachó la cabeza y miró. Entonces, yo también miré.

No había sangre. No era una bala. Era un dardo narcotizante.

Y de pronto, el universo se movió de forma precipitada, como si deseara recuperar el tiempo que se había pasado detenido.

Quité el dardo de su pecho de un solo tirón y lo tiré a un lado. Después, coloqué un par de dedos húmedos y fríos en su cuello para medir sus pulsaciones. Una, dos... demasiado lento. El sedante que hubieran usado debía ser especial para Yeonjun, quizá la cantidad suficiente para tumbar a un oso Grizzli en apenas segundos.

El salvaje, con las pupilas cada vez más dilatadas, consiguió agarrarme del brazo un instante antes de, luchando por decir algo, caerse inconsciente sobre mí con todo su peso. Le rodeé con la cola y ya le estaba arrastrando conmigo al interior de la pequeña gruta cuando un par de sombras aparecieron en la entrada.

La noche era profunda, pero las luces de sus trajes me cegaron por completo. Supe que eran dos y que iban armados, pero no pude ver mucho más antes de que uno de ellos sacara otro tipo de arma y me disparara.

Tardé dos segundos en desmayarme sobre Yeonjun, con la esperanza de que, si le separaban de mí, al menos me despertaran en el proceso y pudiera defenderle.

Cuando me desperté, noté la boca seca y la mente aletargada. Tardé un tiempo en centrar la mirada y comprender dónde me encontraba y, lo más interesante en ese momento: el por qué. Había sombras y luces, un murmullo de conversación en el aire y un aroma mezclado. Parpadeé y agité la cabeza, tratando de centrarme.

—Mirad quién se ha despertado... —dijo alguien, una voz que sonó acompañada de una reverberación electrónica.

Una sombra se acercó a mí, se agachó y me dio una firme bofetada que me echó el rostro a un lado. Con los sentidos entumecidos, no sentí mucho dolor, aunque me ayudó a poder recuperarme más rápido. Tragué saliva y miré al hombre. No, no un hombre: un alfa-soldado. Todavía llevaba su casco de visor negro, pero sus manos estaban al descubierto. En ellas había abundante vello negro y unas garras muy afiladas.

—Tienes suerte de que no me hubieran dejado arrancarte la cola —continuó él—. Me hubiera hecho una preciosa bufanda con ella...

¿Mi cola? ¿Dónde estaba mi cola? Traté de moverla, pero no pude. Me llevó un par de segundos y una breve mirada a mi cuerpo para entender que estaba completamente atado; cola incluida.

—Que... —empecé a decir, aunque mi voz sonaba ronca y seca y me detuve.

Otro de los alfa-soldados se acercó, golpeó en el hombro a su compañero con una cantimplora y, después, a mí. Era enorme, y hablo incluso para los estándares animanos tan alto que casi rozaba el techo de la cabaña y tan ancho que necesitaba entrar por las puertas de lado. Y si era tan grande y no tenía cuernos saliendo de su casco, solo podía tratarse de un úrsido.

Un omega diferenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora