XLIX. Baile bajo las estrellas

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El día en que mi salud finalmente colapsó y tuve que ser hospitalizado fue uno de los más duros que jamás había enfrentado. Sabía que este momento llegaría, pero nunca estuve preparado para lo que significaría ver a los demás fingir estar bien. Sus sonrisas forzadas, sus palabras llenas de ánimo, como si ignorar la gravedad de la situación fuera a cambiarla, solo rompían más mi corazón. Me dolía profundamente ver cómo intentaban ser fuertes por mí, cuando yo sabía que por dentro estaban destrozados. No me quería ir. No estaba listo para dejar todo atrás, para dejar a Max, a nuestro bebé, a mi familia. Las lágrimas que a menudo reprimía, ese día eran inevitables. Se agolpaban en mis ojos, pero yo las quitaba rápidamente, como si no admitirlas fuera a detener lo inevitable.

Estaba solo en mi habitación cuando la doctora entró, con una carpeta de papeles en la mano. Su mirada era suave, compasiva, pero había algo en sus ojos que me recordó lo frágil que era todo. Me explicó que necesitaba firmar algunos documentos relacionados con mi hospitalización, pero el significado de sus palabras se perdió en el ruido de mis propios pensamientos. Solo asentí, tomé el bolígrafo y firmé sin mirar realmente lo que estaba haciendo. Cuando se fue, el vacío en la habitación parecía aún más grande. No estaba solo, no realmente, pero el miedo me invadía. Temía la muerte. No la oscuridad ni el dolor, sino la idea de dejar todo lo que amaba.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que Max apareciera. Su presencia, como siempre, trajo un poco de paz a mi corazón. Aunque él también llevaba el peso de la situación, nunca me lo mostraba. Siempre era el pilar en el que me apoyaba, la fuerza que me mantenía en pie. Cuando lo vi entrar, su rostro estaba sereno, pero sus ojos rojos revelaban que había llorado. Al acercarse a mí, su mano buscó la mía, como si con ese simple contacto pudiera transmitir todo el amor y consuelo que las palabras no podían.

—Pecas —dijo suavemente—, ven conmigo.

Levanté una ceja, curioso y sorprendido por su tono.

—¿A dónde? —pregunté, tratando de no sonar cansado.

—Solo ven —insistió, con una pequeña sonrisa en los labios.

Aunque me sentía débil, su insistencia me hizo querer levantarme. Max me ayudó a ponerme de pie, su brazo alrededor de mi cintura mientras me apoyaba en él. Su bastón en la otra mano lo guiaba con suavidad. Caminamos juntos por el pasillo del hospital, y a cada paso que daba sentía como si mis piernas fueran de plomo. Pero Max no me dejó caer ni un solo momento. Su fortaleza era la mía.

Finalmente llegamos al jardín del hospital. Al abrirse las puertas, me quedé boquiabierto ante lo que vi. Estaban todos. Mi mamá, mi papá, Paola, incluso los amigos de Max que yo consideraba mi familia. También estaban mis amigos de toda la vida: Carlos, Chalres, Nico, Lewis, Sebastian, Mark, Fernando, George, Alex, y Lance. El jardín estaba decorado con banderas de México, papel picado de colores vibrantes colgando por todos lados, y una gran mesa en el centro llena de comida. Pero no cualquier comida: tacos, quesadillas, guacamole, totopos, todo lo que me recordaba a casa. Sentí un nudo formarse en mi garganta.

De repente, la música comenzó. Un grupo de mariachis apareció, cantando con esa pasión que solo ellos podían transmitir. La nostalgia golpeó fuerte en mi pecho. México, mi hogar, el lugar al que no había podido volver. Y, de alguna manera, ellos me lo habían traído a mí.

—Queríamos hacer esto por ti —dijo Max en voz baja, apretando mi mano—. Sabíamos que no pudiste regresar... así que pensamos que podríamos traerte un pedacito de México aquí.

Me quedé en silencio, las lágrimas acumulándose en mis ojos de nuevo. Esta vez no las quité. Las dejé caer libremente mientras miraba a mi alrededor. Mi familia y mis amigos se acercaban a mí, sonriendo, dándome abrazos, diciéndome cuánto me amaban. Era una fiesta, sí, pero no cualquier fiesta. Era una despedida, aunque nadie se atrevía a llamarla así. Era su manera de mostrarme cuánto me amaban, de darme algo hermoso en medio de tanto dolor.

¡Hey Pecas! || ChestappenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora