VII. Regaños

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Estaba recostado en mi cama, mirando el techo como si fuera lo más interesante del mundo, mientras la pelota de fútbol del América, mi regalo de cumpleaños de mi primo Pato, reposaba en el rincón de la habitación como una triste promesa incumplida. Había planeado jugar con mis amigos todo el fin de semana, hacerle unos buenos goles a Lewis y demostrarles a todos lo genial que era con esa nueva pelota. Pero ahí estaba, castigado, por un jarrón que yo ni siquiera rompí a propósito.

Mi mamá, con su tono severo y esa ceja levantada que siempre me ponía los pelos de punta, me había dicho:

—¡Checo, estás castigado toda la semana por andar de jugando en la casa!

—Pero mamá—, me defendí, tratando de explicar lo que en mi mente sonaba como una buena excusa—. ¡Fue la pelota! ¡No fui yo!

—Claro, porque la pelota voló solita, ¿no?—, respondió sarcásticamente mientras recogía los pedazos del jarrón que había caído al suelo. Un jarrón que, por cierto, no me gustaba mucho de todas formas.

Ese jarrón era como de la época de los dinosaurios, lo tenían desde siempre y solo servía para juntar polvo en la sala. Así que cuando mi tiro perfecto lo alcanzó, una parte de mí pensó que tal vez le había hecho un favor a la decoración de la casa.

—Podrías ver esto como una mejora en el estilo de la sala, mamá—, intenté bromear, pero no funcionó. De hecho, creo que empeoré las cosas.

—¡Y sin salir con tus amigos toda la semana!—, gritó mientras ponía los pedazos del jarrón en una bolsa.

Me eché en la cama, resignado. La pelota me miraba desde la esquina, brillando bajo la luz del sol que entraba por la ventana, como si también estuviera decepcionada por mi falta de habilidad para convencer a mamá.

Día 1 del castigo:

Estaba aburrido. Muy aburrido. Miré el techo, luego la pared, luego la pelota. De vez en cuando la pateaba suavemente contra la pared, solo para sentir que hacía algo. Mi mamá pasaba por la puerta y, con su típico tono de "estoy enojada pero no quiero gritarte otra vez", decía:

—Checo, deja de patear la pelota en la casa.

Suspiraba y la dejaba a un lado, como si me estuviera despidiendo de un amigo que no iba a ver por mucho tiempo.

Día 2 del castigo:

El aburrimiento había alcanzado niveles peligrosos. Empecé a inventar juegos con las cosas más absurdas. Estaba lanzando calcetines al cesto de la ropa sucia como si fuera la portería del Estadio Azteca. Cada vez que acertaba, gritaba:

—¡GOOOOL DE CHECO!—, imitando la voz de un comentarista deportivo.

Mi mamá entró en la habitación, cruzada de brazos:

—¿Qué estás haciendo, Checo?

—Practicando mis habilidades de tiro—, respondí con total seriedad.

Ella solo suspiró y se fue. Sabía que no había vuelta atrás, estaba atrapado en este castigo por tiempo indefinido.

Día 3 del castigo:

Comencé a hablar con la pelota. Bueno, no a hablar de verdad, pero sí le decía cosas como:

—Cuando termine este castigo, te prometo que vamos a darle una paliza a Lewis y a los demás. Serás la estrella del partido.

La pelota, por supuesto, no respondió, pero sentí que estábamos conectados. Estaba seguro de que también estaba esperando ansiosamente el fin de la condena.

¡Hey Pecas! || ChestappenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora