II. Poemas

652 110 3
                                    

Me encontraba acostado en la cama de Max, su habitación era tan familiar para mí que no necesitaba mirar a mi alrededor para sentirme cómodo. El ambiente tenía ese olor característico a él: fresco, a madera pulida y a una ligera fragancia de lavanda que siempre le gustó. La habitación estaba ordenada, cada cosa en su lugar, como siempre. El único sonido era el de las ramas de los árboles golpeando suavemente contra la ventana y, en la distancia, el eco de las teclas del piano, apagándose mientras Max terminaba su clase.

Unos minutos después, escuché la puerta abrirse con un clic suave. Max entró en la habitación, y al sentir mi presencia, esbozó una sonrisa, aunque no pudiera verme directamente.

—¿Pecas?— preguntó con una sonrisa juguetona, deteniéndose en el umbral de la puerta.

Me levanté de un salto, caminando hacia él. —¡Maxie!— exclamé, envolviéndolo en un abrazo cálido. Siempre había sido así entre nosotros, una especie de contacto físico natural y reconfortante, como si nuestras energías se sincronizaran cada vez que estábamos cerca.

Max se rio suavemente, respondiendo a mi abrazo. —¿Qué haces aquí, esperando como un fantasma en mi cama?

—Pensé en venir a sorprenderte después de tu clase de piano— bromeé, soltándolo un poco para que pudiera moverse con libertad. —Aunque la próxima vez, usaré supresores. A ver si así no te das cuenta de que estoy aquí.

Max soltó una risa suave y, sin soltarme, comentó: —Aun así te reconocería, Pecas. Incluso si no pudiera verte o olerte, sabría que estás ahí—. Caminó despacio hasta su cama, sintiendo el borde con la mano antes de sentarse con la misma naturalidad de siempre.

Lo observé con una sonrisa mientras él se acomodaba. Max tenía esa increíble habilidad de moverse con la misma confianza que cualquier otra persona, a pesar de que no podía ver. Era como si conociera su espacio de memoria, y no necesitara de su visión para orientarse en el mundo que lo rodeaba.

Me tiré de nuevo en la cama, recostándome junto a él, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, mirando al techo. —¿Cómo fue la clase?— pregunté, girando ligeramente la cabeza para mirarlo.

—Bien— respondió Max, su tono ligero y tranquilo como siempre. —Trabajamos en una pieza de Chopin. Me sigue costando un poco, pero ya casi la tengo. Mi profesor dice que necesito relajar más las manos, pero ya sabes cómo soy con el control.

Sonreí. Sabía perfectamente a lo que se refería. Max era meticuloso, perfeccionista en casi todo lo que hacía. Su ceguera nunca fue una barrera para él, al menos no en la música. Tocaba el piano como si pudiera ver cada nota escrita en la partitura frente a él. —Seguro que te sale genial. Siempre lo haces— le dije, con plena convicción.

Max se recostó también, con la cabeza apoyada en una de las almohadas. —Gracias, Pecas. ¿Tú qué hiciste hoy?

—Oh, lo de siempre— dije, encogiéndome de hombros. —Estuve en la escuela, tuve que soportar las clases aburridas, luego me encontré con los chicos, pero al final decidí que lo más divertido que podía hacer era venir a molestarte.

—Qué considerado de tu parte— replicó Max, bromeando. Luego, extendió una mano hacia donde yo estaba, hasta encontrar mi brazo, y lo sacudió suavemente. —Siempre puedes venir, ya lo sabes.

Había algo muy reconfortante en estar con Max. Nuestra amistad siempre había sido así: tranquila, sin necesidad de muchas palabras, pero con un entendimiento profundo que nos conectaba. Pasábamos tardes enteras juntos, a veces hablando, a veces simplemente en silencio, y nunca había incomodidad.

Pasamos los siguientes minutos charlando sobre cosas triviales: las clases, los amigos, los planes para el fin de semana. En algún punto de la conversación, me puse de pie y fui a rebuscar entre los estantes de Max, sacando uno de los libros en braille que solía leer. Lo abrí, pasando los dedos por las páginas, fingiendo que entendía lo que estaba escrito.

¡Hey Pecas! || ChestappenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora