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TAEMIN

EL SOL EMPEZABA A PONERSE cuando me senté en un banco del parque del Puente Banpo a contemplar el río Han. Detrás de mí, el sonido de las risas y la música pintaban un cuadro más feliz que el que se estaba gestando en mi interior.

Habían pasado cuarenta y ocho horas desde que explotó la bomba, y dos desde que terminé mi última clase del día y decidí ir a casa de mis padres. Pero nunca llegué allí.

Miré el mensaje que le había enviado a mi madre para decirle dónde estaba y que teníamos que hablar. No me cabía duda de que se había enterado de lo que había pasado ayer, sino el millón de llamadas eran un indicio, pero anoche no estaba preparado para hablar con nadie.

Sin embargo, no podía posponerlo eternamente y, aunque sentía como si alguien me estuviera apretando las entrañas, tenía que hacerlo. No dentro de las paredes de la casa de mis padres, sino al aire libre, donde pudiera respirar aire fresco para no desmayarme.

Froté distraídamente la pantalla del móvil con el pulgar. Al parecer, MinHo había captado el mensaje después de nuestra discusión de ayer en el patio. No había vuelto a llamar. No me había mandado mensajes, ni correos electrónicos, ni había intentado aparecer por ningún sitio. Y aunque sabía que eso era lo que yo quería, lo que había pedido, no podía evitar desear que le importara lo suficiente como para intentar explicarme. Por mucho que me resistiera a decir lo contrario.

En algún lugar en el fondo, supongo que esperaba haber llegado a significar más para MinHo, como él lo había hecho para mí. Que lo que había oído era un error, porque el hombre que había sido conmigo nunca haría algo así.

Me puse de pie, y estiré las piernas antes de acercarme a la barandilla. Había más gente fuera de lo habitual, probablemente porque el calor sofocante había pasado, sustituido por una brisa cálida que prácticamente te pedía estar fuera.

Al menos aquí nadie me miraba como mis compañeros. Cuando empecé en Yonsei, me miraban con recelo porque era el hijo de la decana. Ahora me miraban con una especie de aceptación que yo sabía que sólo provenía de haberme visto enfadarme con alguien que me importaba, y eso no era mejor.

—Me sorprende que no hayas requisado ya a Tzar —dijo mi madre, uniéndose a mí en la barandilla. La preocupación arrugó sus ojos, pero me dedicó una sonrisa afectuosa mientras señalaba el carrusel con la cabeza—. ¿O has conseguido un nuevo favorito?

—No, sigo siendo fiel a Tzar—dije, y mis ojos buscaron automáticamente el caballo que siempre elegía como mío en nuestras visitas por aquí—. Simplemente no tenía ganas de subir al carrusel hoy.

Mamá no dijo nada, pero el roce de su mano por mi espalda me provocó pinchazos detrás de los ojos.

Ya lo sabía.

Y no me apresuró a decir nada más mientras me secaba una lágrima perdida. Creía que me había desahogado anoche, cuando se me pasó la rabia, pero su amable consuelo fue inesperado y bienvenido.

—Lo siento mucho, cariño.

No pude mirarla, me concentré en el sol poniente que brillaba en el agua.

—Yo también lo siento —me las arreglé—. Que hayas tenido que enterarte de esta manera. Iba a decírtelo...

Me estrechó entre sus brazos y me abrazó con fuerza. Algo dentro de mí se alivió, todo el estrés de preocuparme por si se enteraba y por lo que diría desapareció con su abrazo.

Se apartó un poco, dedicándome una sonrisa triste mientras me apartaba el cabello de la cara.

—Vamos a sentarnos, y puedes contarme todo.

EL PRÍNCIPE DE GANGNAM-GUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora