Capítulo 13

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La semana transcurrió muy tranquila. Sandra no había vuelto y no habíamos tenido noticias de ella. Laura, por su parte, estaba pasando mucho tiempo con Mario, supongo que poniéndose al día y recuperando el tiempo perdido. El resto de la gente se había dedicado a recoger las casetas y limpiar el parque. Definitivamente, las fiestas habían pasado. Para ser la primera semana de agosto, aquel año no había en el pueblo tanta gente como otras veces. Apenas había niños recorriendo las calles con sus bicicletas. Quizá los padres habían tenido menos vacaciones, quién sabía. Yo no había hecho nada especial aquellos días, salvo ir de compras con Urko. La nevera pedía a gritos que la llenáramos y, antes de marchar, nuestra madre nos había dejado dinero para comida y otros gastos. Aunque, la verdad, en el pueblo no había muchos. Lo bueno de los pueblos es que puedes pasar el verano con poco dinero.

Urko se había pasado toda la semana intentando hablar con Sandra, pero ella no había encendido el móvil. Yo sabía que no iba a tardar mucho en volver, pero era incapaz de pronosticar la decisión que tomaría sobre su relación con mi hermano. Durante esa semana, me había dedicado a leer en los ratos libres, que fueron muchos. Durante casi todo el mes de julio, los libros habían estado cogiendo polvo en el estante de mi habitación y quería recuperar los buenos hábitos. Algunas noches, Laura me venía a buscar para salir a dar una vuelta y hablarme de todo lo que hacía con Mario. También aprovechaba la situación para hablarme de Diego, lo que hacía durante el día y todas las veces que preguntaba por mí. Una de las noches en las que paseábamos por el pueblo, nos encontramos con Christian, que quiso acompañarnos en la caminata nocturna. El pobre, después de las indirectas que le lanzó Laura para que se fuera, no volvió a tratar de acompañarnos ninguna otra noche, a pesar de que nos encontramos en más ocasiones. Míriam también había vuelto al pueblo. Cuando nos cruzábamos, me miraba con una sonrisa maliciosa. Yo estaba convencida de que estaba tramando algo, convencida de que los anónimos eran de ella. Me daba igual que Diego lo dudase, seguro que tenía la ayuda de alguna de sus amigas. En los últimos días, había vuelto a salir con el grupo de Diego y, según Laura, estaba haciendo lo imposible por volver con él, aunque solo conseguía malas contestaciones y desdén por su parte. Conociéndola, no se daría por vencida. Estaba en manos de Diego el aceptar o no sus propuestas, el saber negarse a lo que el cuerpo de Míriam solía provocar en los hombres. Yo había presenciado ese efecto muchas veces, en fiestas de otros años, con muchos otros chicos. Ella no pasaba desapercibida para nadie.

El sábado hizo mucho calor. Laura había quedado con Mario para un picnic romántico, los dos solos. Yo había insistido para ir juntas a bañarnos al río pero, en aquel momento, puestos en una imaginaria balanza, Mario pesaba más que yo. Después de muchos días sin salir de casa, Urko había decidido ir a pasar el día por ahí, con sus amigos, y se había llevado la bicicleta. De modo que no me quedaban muchas opciones. Podía quedarme en casa, disfrutando del fresco que hacía en el interior, tumbada en el sofá con un buen libro; o podía ir al río, a bañarme. Muchas veces había ido sola, por lo que, finalmente, me decidí. Subí al cuarto, cogí la mochila y metí la toalla, un libro y una botella de agua fresca. Cogí las llaves de casa y el móvil, por si acaso mamá o Sandra decidían llamar. Además, tenía música guardada, por lo menos iría al río acompañada por mis canciones favoritas. Me puse los auriculares, puse la primera canción de la lista y guardé el móvil en mi bolsillo. Al salir de casa, eché la llave. Urko estaría fuera todo el día, no iba a dejar las puertas abiertas y la casa vacía. Cogí la bicicleta y salí a la carretera, cerrando también la verja. Los rayos del sol calentaban mucho aquella tarde. Puede que no fuese la mejor hora para salir con la bicicleta, pero en el agua fresca del río, se tenía que estar genial.

Me crucé con varias personas por el camino, pero nadie lo suficientemente conocido como para pararme a hablar. Llegué al puente de encima del río y vi a todos los jóvenes del pueblo allí. Christian estaba en el agua, jugando con un balón con sus amigos. Tratando de evitar que me viera y se acercara a saludarme, aceleré todo lo que las piernas me permitieron para pasar el puente con rapidez y llegar a mi destino. El calor y el esfuerzo me estaban matando cuando llegué al punto del camino donde estaba nuestro acceso secreto al río. Miré a todos lados para ver si me habían seguido y, al ver que estaba sola, me adentré en los arbustos. Escondí la bici donde siempre y caminé muy despacio, disfrutando del olor a río y a hierba. Saqué el móvil del bolsillo y apagué la música, me quité los auriculares de los oídos y los desenchufé por si me llamaban y no lo oía. Luego, me quité las zapatillas y los calcetines. Empezaba a desabrocharme el pantalón, cuando oí un ruido que venía del bosque. Me giré para ver si había alguien, cosa que nunca había comprobado porque, en todo el tiempo que llevábamos yendo allí, nunca nos había encontrado nadie. Intranquila, empecé a caminar hacia el lugar donde me había parecido escuchar un ruido, pero no vi a nadie. Levanté la mirada hacia lo alto del árbol y vi un par de pájaros. Tenían ramas en el pico. Estaban haciendo el nido. Seguramente, alguna de las ramas que portaban se les habría caído, provocando el ruido que me había asustado. Me reí de mi misma. El hecho de que algún extraño me viera desnuda me avergonzaba tanto que imaginaba cosas donde no las había.

Luna de VainillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora