Capítulo 10

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Me desperté por la mañana sin encontrarme mucho mejor. La noche la había pasado muy bien, sin despertarme ni una sola vez, por lo que empecé a pensar que el malestar que tenía se debía a la ansiedad que me producía que me fueran a quitar la escayola, a la próxima llegada de Luca y a todo lo que les había pasado a Laura y Sandra en los últimos días. No tenía ganas de desayunar, por lo que preferí quedarme en la cama leyendo toda la mañana. No sabía si Diego pasaría a verme en algún momento pero, la verdad, aquel día no tenía ganas de levantarme de la cama. No dejaba de darle vueltas al problema de Laura: si me ponía en su lugar, quería tranquilizarla; pero, si me ponía en el lugar de Mario, yo habría actuado de la misma manera. No es lo mismo darse unos besos que llegar hasta el final. Quizá por eso mismo ella no se había atrevido a contárselo todo, aunque probablemente, si le hubiera explicado lo de la droga, él habría sabido perdonarla en ese mismo momento. Enterarse de toda la historia casi un mes después y por otras personas dejaba a Laura en una situación muy comprometida. Tenía que contarle lo ocurrido a Diego, pedirle que hiciera entrar en razón a Mario. No podía dejar que una pareja tan bonita se rompiese por lo que Raúl le había hecho a Laura...
A la hora de comer, Diego aún no había pasado por casa. Me empecé a preocupar, aunque quise culpar a mis propias inseguridades. Desde la cocina, Urko me avisó de que la comida ya estaba en la mesa. Se ve que el descanso me había hecho mejorar, porque sentí que tenía hambre y decidí bajar con mi familia. Mi madre frunció el ceño cuando me vio aparecer en pijama. Entre todas las teorías que tienen las madres, la mía tiene una que consiste en que sentarse a la mesa con el pijama todavía puesto es una falta de educación. Siempre nos ha exigido que, como mínimo, nos pusiéramos ropa de casa, nos laváramos la cara y nos peinásemos. Es como esa otra de “vístete bien para ir al médico”. Tampoco la comparto. El médico te atenderá tanto si llevas un vestido como si vas en chándal, digo yo. ¿O es que la enfermedad cambia según la ropa del enfermo? Hay mil ejemplos más de esas teorías, pero no es el momento de discutirlas todas. Ignoré la cara de mi madre y me senté, como siempre, en frente de Urko. No hablamos de nada en particular, pero sí comentamos que al día siguiente teníamos que estar en el centro de salud a las once, por lo de mi brazo. Yo no recordaba la hora exacta pero, como siempre, mi padre estaba a todo. Terminamos de comer y me fui a la ducha, la necesitaba para coger fuerzas. Habíamos quedado en casa de Sandra para cerrar lo de las actividades de las fiestas. Me había aficionado a Encrucijados para ducharme, así que puse la música a todo volumen y me duché. Salí del baño envuelta en la toalla, por suerte, porque Urko estaba tumbado en la cama, fingiendo que tocaba la guitarra eléctrica.
—¡Podías avisar cuando entras aquí! ¡Casi me encuentras desnuda!
—Te he visto un montón de veces desnuda, no creas que voy a asustarme por un poco de piel al aire...
—Esa no es la cuestión... Además, hace mucho que no me ves desnuda. Creo que ya tengo una edad para tener intimidad.
—¡Soy tu hermano!
—Sí, pero ya me entiendes, me imagino que te resultara incómodo que yo te vea desnudo, ¿no?
—Pues no, eres mi hermanita, ¿cómo me va a molestar?
—Vale, a mí sí me da vergüenza, así que la próxima vez me avisas.
—¡Así que esas tenemos!
Aprovechó que estaba de espaldas a él, bajando el volumen de la música, para acercarse a mí e intentar quitarme la toalla. Empecé a resistirme, pero sabe perfectamente que mi punto débil son las cosquillas. Por suerte Urko tiene más cosquillas que yo, por lo que no consiguió quitarme la toalla.
—Me imagino que no habrás venido hasta mi cuarto para esto, ¿verdad?
—¡Siempre tan lista, mi hermana! No, he venido a hablarte de Sandra.
—Lo sé, dime.
—Ayer estuvimos hablando sobre lo que le sucedió con su ex novio. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Yo me enteré el sábado. Le ha costado mucho contarnos lo ocurrido, pero le aconsejamos que te lo constase. Le dije que te había visto mal.
—Sí, el hecho de que me rechazara sin motivo aparente, me había descolocado mucho, llegué a pensar lo peor.
—¿Pero, después de hablarlo, ya está todo bien?
—Sí. Voy a esperar hasta que ella esté preparada, no pienso presionarla. Espero que con mi cariño y compresión, vuelva a confiar en los hombres y podamos...
—No hace falta que me des detalles, lo he entendido.
—¿No me dirás que este tema te pone nerviosa?
—No me pone nerviosa, pero las intimidades de cada uno son de cada uno.
—Tú y Diego todavía no habéis...
—¡Cállate! —grité, horrorizada por la conversación—. ¡Lo acabo de conocer!
—Yo os he visto besaros y esa pasión me dio a entender todo lo contrario.
—¡Pues te equivocas! Ya sabes que es mi primera relación y me da un poco de miedo dar el paso —me senté intentado poner algo de distancia entre Urko y yo, este tema me estaba haciendo sentir incómoda pero, a la vez, hablar sobre mis miedos con él me hacía mucho bien—. Llámame tonta si quieres.
—No. Me parece genial que te tomes las cosas con tranquilidad. Tú primera vez tiene que ser especial, va a ser una experiencia que nunca vas a olvidar. Aunque tengas más relaciones con otras personas. La primera siempre va a ser única.
—Gracias por entenderme.
—Yo no soy quien te tengo que entender, sino Diego. Y espero que por su bien sea así...
—¿Acaba de hablar el hermano protector?
—Llámame como quieras, pero tu hermano quiere que todas tus experiencias sean las mejores de este mundo.
Me abracé a él sin dejarle decir una palabra más. Muchas veces, cuando le entra la vena de hermano mayor, sé que le digo que es un pesado, porque me suelta sus discursos y se pasa. Pero esta vez, escuchar con qué cariño que me decía esas cosas me hizo mucho bien. En varias ocasiones he pensado cómo sería mi primera vez, pero el miedo y la vergüenza se apoderan de mí y enseguida me quito esa idea de la cabeza. Después de terminar con la conversación tan intensa que habíamos tenido, lo eché del cuarto para poder vestirme. Habíamos quedado a las cuatro en casa de Sandra y yo llegaba una hora tarde.
Me puse la camiseta verde de Pausoz Pauso, otra de las que más me gustan. El dibujo es una playa paradisíaca, con sus palmeras, una ola grande en el mar y dos tablas de surf con huellas de pies encima, como si surfeasen. Me gusta mucho el surf, pero nunca me he animado a practicarlo, a pesar de que en Euskal Herria tenemos playas estupendas para hacerlo. La más cercana que tengo, reconocida mundialmente como un buen lugar para hacer surf, es la playa de Mundaka, en la provincia de Bizkaia. Es conocida por tener una de las mejores olas del planeta, y allí se celebra una de las pruebas del campeonato del mundo de surf. Está dentro de la Reserva de la Biosfera de Urdabai, por lo que su entorno no está muy edificado y la naturaleza es una de sus características. En algún momento de mi vida, me animaría a intentarlo. De momento, con la camiseta de Pausoz Pauso, me conformaba. Completé mi vestuario con pantalones vaqueros de corte pirata y zapatillas bajas. Apagué la música y salí de casa despidiéndome muy rápido de todo el mundo. Preferí ir andando, en vez de ir en bicicleta, por si Diego me pasaba a buscar y nos íbamos a dar una vuelta. Tenía ganas de estar con él. Echaba de menos todas las cosas bonitas que me decía y sobre todo sus besos.
La abuela de Sandra, me abrió la puerta, indicándome con la mano que pasara a su habitación. Le sonreí y le di un beso en la mejilla. Me recordaba mucho a mi abuela, con la que no había hablado desde que estábamos en el pueblo. Al día siguiente, sin falta, tenía que llamarla para ver qué tal estaba. Le haría mucha ilusión. Como mis padres trabajaban, ella fue quien se ocupaba de Urko y de mí cuando éramos pequeños, así que sólo tengo buenos recuerdos y agradecimientos hacia ella. Mi abuelo murió cuando yo tenía tenía diez años, pero aún era capaz de recordarlo perfectamente, a pesar del tiempo. Los adoraba a los dos. Subí al cuarto y encontré a mis amigas abrazadas, mientras Laura lloraba con desconsuelo. Al gesto de Sandra, cerré rápidamente la puerta.
—¿ Te ha contado lo que le ha pasado?
—Sí, pero ahora hay más... —Laura me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿A qué te refieres?
—Hoy he ido a casa de Mario, para intentar explicarle por última vez como sucedieron las cosas, y me ha abierto la puerta su madre.
—¿Y? —no entendía qué tenía de importante la madre de Mario.
—No podía haberme pasado nada más vergonzoso. Cuando le he preguntado si Mario podía salir para hablar conmigo, ¿sabes lo que me ha respondido?
—Para que estés en este estado, cualquier burrada...
—Me ha dicho que su hijo no quiere saber nada de chicas como yo y me ha cerrado la puerta en las narices.
—¡No me lo puedo creer! —¿Mario le había contado todo a su madre?— ¡Qué desagradable!
—Lo que me ha dolido no es cómo me ha tratado esa señora, sino que Mario esté dando esa opinión de mí por ahí, sin saber toda la verdad. ¡Luna, me tienes que ayudar!
—Cuando pueda voy a hablar con Diego, no te preocupes, pero todavía no lo he visto.
—¿No ha pasado a verte desde el sábado? —a Sandra le extrañó aquello.
—No, pero habrá estado ocupado, tampoco le he dado mayor importancia.
—Bueno, si le llamas ocupado a montar las casetas y el escenario, puede ser, porque ha estado toda la mañana en el parque. Si te asomas a la ventana, seguro que lo ves ahí, con Mario y sus amigos.
No lo dudé ni un segundo. Quería ver si estaba allí y así fue. No tenía muy buena cara, estaba enfadado. ¿Qué le pasaría? Traté de recordar si le había pasado conmigo algo que le hubiera molestado, pero no encontré nada. En cuanto terminásemos nuestro trabajo, bajaría al parque a comprobarlo.
—Está ahí mismo. En cuanto terminemos esto, voy a bajar a hablar con él. Así le explicaré lo de Mario, a ver si conseguimos que entre en razón.
—Te lo agradezco, Luna, estoy desesperada.
—Tranquila. Vamos a terminar esto y después nos ocuparemos de lo tuyo.
—Buena idea. Pongo música y a trabajar —Sandra no quería hablar más del tema.
Laura se secó las lágrimas de los ojos, respiró profundo y puso toda su buena disposición para terminar todas las manualidades. Sandra y yo hablamos de todo lo que nos ocurría. Me estaba contando la conversación que había tenido con Urko, cuando Laura empezó a prestar atención. Fue el único momento en el que mostró interés. El resto de la tarde la pasó en su mundo, riendo cuando nosotras reíamos, sólo para disimular.
A las once de la noche, por fin acabamos con los preparativos para las fiestas. Laura y Sandra recogieron todo y lo pusieron en bolsas separadas para que no se mezclaran unas cosas con otras. Aproveché ese minuto para mirar por la ventana, y ver si Diego estaba en el parque. Retiré la cortina y miré hacia la zona donde siempre se sentaba con sus amigos. Estaba muy oscuro pero, al fijarme, vi que Diego estaba hablando con Mario en el banco. Me alegré de saber que estaba allí. Pensé darle una sorpresa. En vez de ir por delante, para que me viera llegar, iría por la zona del bar. Me despedí de mis amigas. Por última vez, Laura me pidió que convenciera a Diego para ayudarla. Le repetí que haría todo lo posible. Salí corriendo y me dirigí al parque. Iba sonriendo sin darme cuenta, por la ilusión que me hacía estar con Diego después de no haberlo visto desde el sábado. Tenía el corazón acelerado, a pesar de que trataba de respirar pausadamente para serenarme. Me iba acercando a ellos desde atrás, para que no se dieran cuenta. Quería que fuera una sorpresa para Diego, pero lo fue para mí cuando empecé a entender lo que le estaba contando a Mario.
—Mario, ¡Luna nunca me va a perdonar lo que he hecho!
—Lo que no te va a perdonar es que le ocultes la verdad. Si le explicas las cosas paso a paso, estoy seguro de que lo entenderá.
—¡No la conoces, he traicionado su confianza! ¡Es lo más sagrado para ella!
—Diego, no te fustigues más. Vete a buscarla y cuéntaselo.
—¿Cómo le explico a la persona que más amo que la he engañado con su peor enemiga?
¡No podía creer lo que estaba escuchando! ¡Había vuelto a engañarme con Míriam! Tenía ganas de salir corriendo... ¿Cómo podía haberme hecho algo así? Por un momento, noté que se me paraba el corazón. Me quedé muy quieta y en silencio, para seguir escuchando su conversación.
—Mira, Diego, entiendo lo mal que te sientes pero cuéntame cómo pasó todo, porque si la amas tanto como dices, me extraña mucho que, conociéndote, hayas acabado en la cama con Míriam así, sin más.
—¡No lo sé!
No pude seguir escuchando ni un momento más sin intervenir. Tenía que decirle a Diego lo que pensaba: ¡lo odiaba! Aguanté las lágrimas y dejé que mi Satán interior explotase como una bomba de relojería.
—¡Si tanto te extraña, Mario, yo te lo explico! —los dos se giraron a la vez. Miré a Diego directamente a lo ojos, ignorando su asombro al ver que yo estaba escuchando—. ¡Diego es un traidor!
—¡Luna, no! ¡Escúchame! —Diego intentó acercarse, pero le frené estirando el brazo delante de mí.
—¡Ya he escuchado todo lo que tenía que escuchar! ¡Eres un mentiroso! Me has hecho creer que me querías y para que, ¿para burlarte?
—Luna, por favor... —rogó de nuevo—. Las cosas no son como tú crees.
—Yo creo que son como tú las has contado —sus palabras no habían dejado pie a la interpretación.
—Pero...
—Contesta sólo a una pregunta. ¡Y sé sincero, por una vez...! —me costaba mucho decir aquello en voz alta—. ¿Te has acostado con Míriam?
—Sí —dijo, mirando al suelo—, pero deja que te explique...
—¡No tengo nada más que escuchar! ¡Me has mentido! No eres la persona que yo creía...
—Luna, por favor —terció entonces Mario—. Escúchale y verás que hay una explicación para todo esto.
—Sí Mario, le voy a escuchar, de la misma manera que tú has escuchado las explicaciones que Laura te ha ofrecido... ¿O la has juzgado sin darle una oportunidad? —cada vez me sentía más furiosa con ellos.
—Pero esto es distinto. Diego... —Mario intentó excusarse.
—¡Cállate, Mario! No soporto la doble moral... Antes de ayudar a los demás con tus consejos, aplícalos para resolver tus propios asuntos.
No quise seguir escuchando nada más. Empecé a correr todo lo rápido que las piernas me permitían. Diego salió corriendo detrás de mí. Mi Satán interno me daba ánimos para que siguiera corriendo, no podía permitir que me alcanzara, pero las piernas no me respondían. Finalmente, me alcanzó. Trató de frenarme poniéndose delante de mí.
—¡Espera, Luna, escúchame!
—¡Quítate o te quitaré yo! —intentó agarrarme de la cintura para que parara, pero me aparté—. ¡Ni se te ocurra tocarme, Diego!
—No te tocaré —dijo, apartándose de mí con las palmas de las manos levantadas—, pero tienes que escucharme.
—¿Me vas a obligar a escucharte? ¡Lo que me faltaba! Llevo dos días sin saber nada de ti. He intentado darte una sorpresa esta noche, como una idiota, porque tenía ganas de verte, y resulta que la sorpresa me la he llevado yo. ¡No eres el chico que yo pensaba!
—No me digas eso, Luna, me duele...
—¿Que te duele? Dudo mucho que sientas la mitad del dolor que estoy sintiendo yo. ¡No te quiero volver a ver en toda mi vida!
—Por favor, Luna, sabes que eso es excesivo. Mientras estemos en el pueblo, vamos a vernos casi a diario...
—¡Entonces haz como si no existiera! ¡No me mires, no me hables! No quiero tener nada que ver contigo —terminé diciendo, y las palabras me hacían daño.
—¡Luna, por favor, tienes que escucharme!
No quise hacerlo, ya no. Volví a correr en dirección a mi casa y, en aquella ocasión, no me siguió. Ya no pude seguir reprimiendo las lágrimas por más tiempo. Mientras corría, una bola de rabia iba creciendo dentro de mí y sólo podía pensar “¡Te odio, Diego!”. Aunque, en realidad, era muy consciente de que todo aquel dolor no se debía a que lo odiara, sino a que no podía dejar de quererlo. Antes de entrar en casa, me quedé un rato en el porche, secándome las lágrimas y respirando para que no se me notara el disgusto. Lo último que me apetecía era un interrogatorio familiar y ver sus caras de preocupación al notar que había estado llorando. Necesitaba intimidad y, por fin, se me ocurrió una idea.
—¡Hola a todos, voy corriendo al baño! —grité, mientras atravesaba corriendo la sala de camino a las escaleras. Luego de estar un rato allí, lavándome la cara con agua fresca, escuché la voz de mi madre.
—Luna, ¿no vas a cenar?
—¡No, mamá —grité, poniendo voz de despreocupación—, no tengo hambre!
Luego, entré en mi habitación y cerré la puerta con cuidado. Me tumbé en la cama boca abajo, para amortiguar el sonido de los sollozos que no pude evitar. Nunca pensé que el amor pudiera doler tanto. Me dolía tanto el corazón que no podía creer que fuera de verdad. Ni siquiera puedo explicarlo. En ninguno de los libros románticos que he leído en mi vida se ha descrito el sufrimiento que yo estaba sintiendo aquella noche. ¿Cómo había podido hacerme aquello? Si todavía sentía algo por Míriam, ¿por qué había estado jugando conmigo? Entre lágrimas, me quité la ropa y me puse el pijama. En mi cabeza, las palabras de Diego y de Mario resonaban una y otra vez. ¡Qué cara! Decirme que me amaba y que mis palabras dolían... El dolor empezó a dejar paso a la rabia, que es una mala consejera, y me susurraba al oído que era la hora de tomarme la venganza. Diego no sabía de lo que yo era capaz, pero ahora se iba a enterar. ¡Por Dios! De haber estado en una habitación en la que pudiera gritar y romperlo todo sin molestar a nadie, no habría dejado en pie ni los cimientos... Volví a entrar en el baño y la imagen descompuesta que me devolvió el espejo mitigó la rabia, dejando sitio de nuevo al dolor. Aparté la mirada para no ver mi patética imagen llorando por Diego y volví a la cama para acurrucarme abrazada a un cojín. Sólo quería dormir, dormir muchas horas para borrar los recuerdos de aquel verano junto a él. Ojalá aquel fatídico día no hubiera tenido ese accidente con Diego, sino con Christian. Él sí que era un hombre de verdad que me había demostrado, con hechos, que lo que sentía por mí era puro y sincero. Seguí llorando hasta bien entrada la noche. Por fin, el cansancio me venció.
En plena noche, una pesadilla me despertó. Me costó entender que no había sido más que un mal sueño. Tenía los ojos hinchados y húmedos. ¿Es que hasta en sueños había llorado? Quería estar tranquila, contenta de que en pocas horas me quitasen la escayola y de que Luca llegase al día siguiente, pero era inútil. La obsesión por Diego ocupaba todo el espectro de mis pensamientos. Al cerrar los párpados, veía sus ojos clavados en mí, aquellos ojos que habían significado los momentos de mayor felicidad y se habían convertido después en el vacío más grande que hubiera sentido nunca. Quería sentir rabia por él, porque me había demostrado que no merecía la pena, pero no podía. Me prometí a mí misma que, costara lo que costase, iba a olvidarme de Diego. Aunque tuviera que volverme a Bilbao para no verlo más. Pero eso sería después de las fiestas, porque no pensaba permitir que me estropease la oportunidad de disfrutar aquellos días junto con mis amigas y Luca. Si Diego y su querida Míriam pensaban que me iban a ver hundida y miserable, estaban muy equivocados. Lo que esos dos merecían era venganza. Y la iban a tener.
Miré la hora. Seguramente, mi padre ya estaría desayunado. Me fui a la ducha. Mientras me desnudaba, me miré de arriba abajo y entendí perfectamente por qué Diego prefería a Míriam y no a mí. Mi rostro en el espejo seguía mostrando el estado de ánimo en el que me encontraba. Necesitaba aquella ducha para recuperar el color, o mi padre se daría cuenta de que me pasaba algo. No es que fuera a interrogarme, no era como mi madre. Seguramente, si notase algo, se pasaría toda la mañana hablando de tonterías para intentar hacerme sonreír. Me alegraba de pasar un rato juntos, seguro que me haría bien. Era la única persona con la que iba a tolerar estar aquel día. De hecho, decidí que, después de comer, en lugar de ir a Nupara me iría un rato al río. Sería, por fin, el primer baño del verano. El agua, los árboles, los sonidos de la naturaleza... si aquello no me relajaba, nada lo haría. Aunque mi padre me llamó un par de veces, no bajé hasta que escuché el rugido del motor en marcha. Entonces, con las gafas de sol puestas, me apresuré escaleras abajo para no tener tiempo ni de despedirme de los demás.
Me monté en el coche, le di un beso en la mejilla a mi padre y nos pusimos en marcha. Durante todo el camino hacia el centro de salud, papá estuvo hablando de muchas cosas pero de nada en concreto. Yo, de vez en cuando, movía la cabeza para que pareciera que le estaba escuchando aunque, realmente, estaba concentrada en mantener las lágrimas dentro de los párpados. Sólo quería mirar por la ventana y perderme en el paisaje, de tal manera que me hiciera desaparecer de la tierra. Llegué a plantearme volver a Bilbao aquel mismo día pero, ¿cómo se lo iba a explicar a mis padres? No podía decirles que quería marcharme a casa porque mi novio, del que no les había hablado hasta entonces, me había engañado dos veces con su ex. Tampoco podía desaparecer justo en ese momento, cuando le había insistido tanto a Luca para que viniera a pasar las fiestas con nosotras. Todas las razones que iba pensando para justificar mi huida se iban viniendo abajo por sí solas a medida que nos acercábamos al centro de salud. ¿No me había amargado lo suficiente aquel verano por tener que llevar aquella maldita escayola? Pues bien, ya era hora de superar todo aquello y dedicarme a disfrutar por mí misma. Por un momento, incluso me sentí capaz de olvidar a Diego, si ponía el suficiente empeño. Eso era exactamente lo que tenía que hacer. ¡Esa era la actitud!
El centro de salud es un edificio bastante pequeño, comparado con el Hospital de Cruces o el de Basurto, allí en Bilbao. Es normal, teniendo en cuenta que, durante el invierno, en los pueblos de los alrededores apenas vive gente. De hecho, la población se multiplica en verano, literalmente. Entonces, el centro de salud no da abasto con tantos pacientes y la espera suele ser horrorosa. Sin embargo, aquel día tuve suerte y me hicieron pasar enseguida. Primero, me hicieron una radiografía de la muñeca para comprobar que el hueso se hubiera soldado bien. Volví a la sala de espera, donde esperaba mi padre. Ya no llevaba puestas las gafas de sol, me las habían mandado quitar en la sala de rayos. Al sentarme junto a él, noté que se me quedaba mirando.
—¿Estás bien, Luna?
—Sí, papá. No he dormido muy bien, por los nervios, ¡ya sabes!
—Claro. Los nervios.
—Sí, los nervios...
Sabía que se había dado cuenta de que me pasaba algo pero él, muy discreto como siempre, prefirió no preguntar más y hacer como que se creía la excusa del brazo. Una enfermera muy delgada salió de la consulta del médico. Llevaba un uniforme azul, de manga corta y falda por encima de las rodillas. Tenía en la mano una lista con los nombres de los pacientes y el turno de visita. Toda la sala de espera quedó en silencio, mirándola fijamente. Ella no levantó la mirada hasta que pronunció el primer nombre que, por suerte, fue el mío. Salté del asiento y ella sonrió ante tanto ímpetu. Después, entramos en la consulta. El traumatólogo era un hombre mayor, con el cabello y la barba blancos. Tenía una mirada agradable y sonrió al vernos entrar. Sin decir nada, tomó la placa y se levantó a mirarla en una lámpara especial, con forma de marco cuadrado, que colgaba de la pared. Yo la miré también pero, antes de que me diera tiempo a fijarme mejor, la guardó en el mismo sobre del que la había sacado.
—¿Me va a quitar la escayola?
—¡Luna, espera! —mi padre me miró muy serio.
—No se preocupe, es normal que esté impaciente, estamos en verano y la pobre lleva todo un mes sin poder disfrutar.
—Eso es verdad —asentí, agradecida por la comprensión—. Entonces, ¿me la va a quitar?
—Sí, te la quito, pero tienes que tener cuidado. Te voy a mandar unos ejercicios para que la rehabilites.
—Lo que sea con tal de que me quite esto de una vez...
El doctor me sonrió, se levantó y cogió unas tenazas. Señaló la camilla, me levanté y fui hacia ella. Al lado de la camilla había una silla, que separó para que me sentara. Su aspecto me daba confianza. Me senté en la silla y estiré el brazo. Metió las tenazas entre mi bazo y la escayola y empezó a cortarla. Cerré los ojos, por el miedo que me daba que me cortase la piel. Dejé de notar la presión de la escayola en mi muñeca, abrí los ojos y, por fin, estaba libre. Sin pensarlo hice un movimiento circular y note una punzada de dolor. El doctor me miró y esbozo una sonrisa.
—Tienes que tener cuidado, todavía no puedes hacer movimientos bruscos.
—Sí, me he dado cuenta... —pensé que todavía me quedaba una lenta recuperación.
—Ven a la mesa, que te voy a dar una tabla de ejercicios. Tienes que repetirlos todas las veces que puedas. Imprescindible que lo hagas todas las mañanas y todas las noches, pero si durante el día te acuerdas de alguno lo haces.
—Sí, doctor. ¿Tengo que volver?
—No, a no ser que el dolor sea insoportable, no hace falta que vuelvas. De todas maneras, te voy a recetar un antiinflamatorio. Si sientes dolor, tomate uno para que te calme. Me despedí del doctor con una gran sonrisa. Papá le dio da la mano agradeciendo lo que había hecho por mí. Después, me pasó el brazo por encima del hombro y salimos de la consulta. Nos fuimos hasta el coche sin decir palabra. Lo único que podía hacer era mirarme el brazo e intentar moverlo poco a poco. Ya en el coche, mientras conducía, papá empezó a darme consejos.
—Luna, el hecho de que te hayan quitado la escayola no significa que tengas carta blanca para hacer lo que quieras. Tienes que tener mucho cuidado.
—Lo sé, papá.
—Te lo digo porque nos conocemos y ahora vienen las fiestas, y viene Luca...
—Creo que te he demostrado en innumerables ocasiones que soy responsable.
—Sí.
—¿No piensas, por un momento, que es a mí a quien más le interesa recuperarme para poder disfrutar de una vez del maldito verano? —se me escapó un poco el retintín.
—Me parece que estás un poco irascible... —había llegado el momento—. No te he querido preguntar nada antes. ¿Te ha pasado algo con tu novio.
—Creo que no tengo ni he tenido novio —dije, desengañada—. Por favor, no hablemos de ese tema, que no me apetece recordar nada que tenga que ver con esa persona.
Papá entendió perfectamente, con esas pocas palabras, que el tema era tabú. Lo miré con decisión y le esbocé una sonrisa para que viera que estaba bien. Durante el resto del camino, hablamos sobre las fiestas y sobre la llegada de Luca, pero no mire a papá, lo único que podía mirar era mi brazo desnudo. Recordé el accidente a principios del verano, el momento en el que conocí al chico que, durante un tiempo, fue mi mundo y luego se convirtió en mi peor pesadilla.
Al llegar a casa, mis amigas estaban en el porche. Ellas aún no sabían nada de lo que había pasado con Diego y aquél no era el momento de contárselo. Me bajé del coche y las dos vinieron corriendo a abrazarme, haciendo que me emocionase por su cariño y no fuese capaz de aguantar un par de lágrimas traicioneras.
—No llores, Luna. Por fin eres libre para poder hacer lo que quieras.
—Tienes razón, Sandra. Y ya sabes qué es lo primero que voy a hacer... —dije, sonriendo con malicia.
—¡Bañarnos! —las tres gritamos a la vez y nos empezamos a reír. Me sequé las lágrimas y subí al cuarto a por una toalla. No necesitaba nada más. Estaba abriendo la puerta del armario, cuando entró Urko.
—¿Qué tal estás? —preguntó, cauteloso.
—¡Genial! —el exceso de alegría delataba su falsedad.
—Luna...
—¡Me acaban de quitar la escayola! Hoy es un día perfecto —le puse mi mejor sonrisa y levanté el brazo para que pudiera ver la muñeca.
—No me estoy refiriendo a la muñeca. Te he escuchado llorar durante casi toda la noche.
—¿Llorar? —me quedé petrificada, no se me había ocurrido que el sonido de mi llanto traspasara la pared que compartía con mi hermano.
—No intentes ocultármelo. Diego ha estado aquí.
—¿Qué quería? —dije, avergonzada porque mi hermano supiera cosas que yo no había compartido con él.
—Hablar contigo. Le he dicho que no estabas y se ha marchado, pero le he visto bastante desesperado y preocupado.
—Urko, te prometo te lo voy a contar todo. Pero, por favor, déjame disfrutar de este momento con mis amigas y esta noche hablamos.
—Como quieras...
Le lancé un beso al aire y bajé las escaleras corriendo hacia el porche. Pero aquello no iba a ser tan fácil. Diego estaba en el porche, hablando con Sandra y con Laura. Quise subir al cuarto, encerrarme y no salir de allí hasta que se fuera. De hecho, casi doy media vuelta, pero me detuve en seco. Me había prometido que no iba a dejar que ese tema me arruinase el día, ni el resto del verano. Respiré hondo, cogí impulso, puse la mejor sonrisa que los músculos de la cara me permitían y salí al porche. Sandra y Laura se giraron haciendo un pasillo hasta donde estaba Diego. Al verle de frente, el corazón empezó a golpearme en el pecho, no sé si de rabia o de amor.
—Luna, por favor. ¡Tienes que escucharme!
—Tranquilo, Diego. Vamos a hablar, pero mejor salimos fuera, no quiero que mis padres se enteren de nada —caminé hacia la salida de la casa, pasando delante de él, que me siguió de inmediato. Me giré un momento para dirigirme a mis amigas—. No os mováis, vuelvo en un momento.
—Pero, Luna, no sería mejor que nosotras... —las fulminé con la mirada, para que se callaran. No hizo falta nada más.
Cuando consideré que nos habíamos alejado lo suficiente, me detuve y me di la vuelta, quedando frente a Diego y de espaldas a mi casa, de modo que mis amigas no pudiesen verme la cara, ni yo a ellas. No quería ablandarme por su culpa.
—Gracias por darme la oportunidad de explicarte lo que pasó—intentó agarrarme la mano, pero yo la quité tan rápido que no le dio tiempo ni a reaccionar.
—Mira, Diego —cambié la cara de felicidad por otra de desprecio profundo—, no quiero que me busques, no quiero que me mires, no quiero que me hables... ¡Te odio!
—Luna, te pido un minuto, sólo eso —juntó las manos, suplicándome.
—¡Ni un segundo! ¡No quiero que respires el mismo aire que yo! —quizá esto último fue demasiado teatral—. No te puedes imaginar la rabia que siento por haber pensado que tú eras diferente, por haberte enseñado mi corazón y habértelo ofrecido sin condiciones, sin tapujos, sin miedos... Y todo, ¿para qué? Para que tú lo aplastes como si no valiera nada.
—¡Yo te quiero! ¡Las cosas no son como te las imaginas!
—¡No me interesa! ¿Sabes, Diego?, todos estos días me he sentido afortunada porque un chico como tú se hubiera fijado en alguien como yo. Pero me he dado cuenta, por fin, de que yo valgo mucho más que tú —lágrimas silenciosas empezaron a brotar de sus ojos, pero logré mantenerme en mi sitio—. No vuelvas a venir a mi casa, ni borracho, ni gritando, ni suplicando que te escuche, porque no pienso perdonarte nunca. ¿Sabes de qué me arrepiento? De haberte elegido a ti en lugar de a Christian, porque su amor sí que es puro y sincero —esto fue la estocada final, probablemente había conseguido lo que quería, que no volviera a mirarme a la cara nunca más.
Me di la vuelta, mirando a mis amigas, y volví hacia ellas para coger la toalla y la bicicleta. Estaban paralizadas por la escena que acababan de presenciar, les costó unos segundos seguirme hacia la carretera. Montamos en las bicis y empezamos a pedalear, dejando a Diego clavado allí, en el mismo lugar en el que le había dejado llorando. Me sentía destrozada. Era el fin de mi historia con Diego.
Como era de esperar, durante todo el camino al río mis amigas me hicieron el interrogatorio más exhaustivo que me habían hecho nunca. Con toda la sinceridad y el aplomo que pude, contesté a todas sus preguntas y entendieron la reacción que había tenido. Llegamos a nuestro río y me sentí libre por primera vez en varias semanas. Sin pensarlo dos veces, nos quitamos toda la ropa y nos tiramos al agua. Estaba fría, pero con el calor que hacía era de agradecer. Era justo la sensación que necesitaba para sentir que era verano, para alcanzar la relajación absoluta. Me tumbé en el agua con los brazos extendidos, flotando a la deriva con los ojos anegados en lágrimas. Laura y Sandra flotaban a mi alrededor, en silencio, sólo con el sonido del agua y el movimiento de las ramas mecidas por el viento. No puedo decir el tiempo que pasamos en la misma posición pero, al salir del agua, me miré las manos y las tenía arrugadas. Sandra sacó algo de comida de la mochila. Esta vez, no había traído música.
—Ahora que estamos más relajadas, Luna, ¿no te parece un poco raro lo que ha pasado con Diego y Míriam? —preguntó Laura.
—No, porque es la segunda vez que me lo hace.
—Lo entiendo, pero hay algo que me da que pensar...
—No busques soluciones o explicaciones, yo llevo toda la noche haciéndolo y tengo claro que Diego no me quiere.
—No creo, Luna. Tú nos has dicho que escuchaste decir a Diego que no recordaba lo sucedido.
—No sé a dónde quieres llegar, Laura.
—Quiero llegar a que, casualmente, esa mañana hablaste con tu hermano y te dijo exactamente lo mismo, que no recordaba cómo había salido de la discoteca ni cómo había llegado a casa. ¿No te parece todo eso muy raro?
—Sea raro o no, se acostó con ella y eso no se lo voy a perdonar en la vida. Me da igual en qué circunstancias pasara y, además, no quiero que investigues ni te pongas a darle vueltas al asunto. La historia con Diego se acabó...
Era ya entrada la tarde cuando empezamos a sentir algo de frío y decidimos irnos a casa. El día siguiente iba a ser muy intenso. Empezaban las fiestas y tendría a Luca a mi lado por unos días, justo lo que necesitaba para recuperarme de la decepción. Nos estábamos despidiendo cerca de mi casa cuando Sandra señaló a mis padres, que estaban metiendo dos maletas en el maletero del coche. Mamá hablaba con Urko, con cara de preocupación. Aceleré para llegar antes de que se marcharan. Algo muy grave había tenido que pasar para que se marcharan así. Al llegar, me bajé de la bici y la tiré al suelo sin mirar. Mamá se giró y vi que tenía los ojos llorosos.
—¿Qué pasa mamá? ¿Por qué lloras?
—¿Dónde estabas? ¡Urko lleva toda la tarde buscándote!
—Estaba en el río con mis amigas, pero dime qué pasa.. .—había ansiedad en mi voz.
—Me han llamado del hospital. La abuela se ha caído y la han tenido que ingresar.
—Pero, ¿está bien?
—No me han dicho más. Nos vamos para Bilbao. Quiero que tengáis el móvil encendido y con vosotros. Portaos bien y a la noche os llamo, cuando sepamos algo más.
—Yo voy con vosotros —era la excusa perfecta para marcharme, el estado de la abuela me preocupaba, pero el no ver a Diego ayudaba a la decisión que había tomado.
—No, Luna. Tú y Urko os quedáis aquí. Si tenéis que ir a Bilbao por lo que sea, yo os aviso. Luna, Urko es el mayor, así que tienes que obedecer lo que te diga. Y tú —añadió, mirando a mi hermano—, cuida de tu hermana.
Nos dio un beso en la mejilla a cada uno, se montó en el coche y se marcharon. Papá hizo sonar dos veces el claxon, a modo de despedida. Un escalofrió recorrió mi cuerpo. El miedo de que le pasara algo a mi abuela invadió mi mente. Me abracé a Urko muy fuerte y él me respondió con la misma fuerza. Eso me tranquilizó bastante. Mis amigas se acercaron, para saber por qué se marchaban mis padres. Al contar lo ocurrido, se preocuparon y me animaron. Cuando les dije que no parecía grave, bromearon sobre tener la casa libre durante las fiestas.
Urko y yo nos quedamos en casa esperando la llamada de mamá. Cenamos lo primero que vimos en la nevera, lo más sencillo, unos sándwiches de jamón y queso. Los móviles los teníamos encendidos encima de la mesa de la sala. Aunque no sonaban, de vez en cuando, cada uno miraba el suyo, por si acaso no lo habíamos oído. Urko estaba tumbado en un sofá, viendo la tele. Yo, por el contrario, cogí el libro que estaba leyendo y me concentré en él como si no hubiera nada más en el mundo. El móvil no sonaba y los nervios me estaban consumiendo. Al final, decidí llamar yo a mamá. Estaba buscando su número en la agenda, cuando entró una llamada suya.
—¡Ama! —es la forma habitual de dirigirme a ella, en euskara—. ¿Qué tal esta la abuela? ¿Por qué has tardado tanto en llamar?
—¡Tranquila, Luna! Hemos llegado al hospital hace tres horas. La abuela se ha caído por las escaleras y se ha roto la tibia y el peroné. La han operado y acaba de llegar a la habitación. Todo ha salido bien.
—¡Qué alivio! —respiré—. Después de estar tanto tiempo esperando, nos imaginábamos lo peor.
—Bueno, pues está bien. Ahora está dormida y va a estar ingresada tres días, luego la mandaran a casa y nos quedaremos aquí con ella. Dale él teléfono a Urko, por favor.
—Dale un beso muy fuerte a la abuela cuando despierte.
—De tu parte, cariño.
Le pasé el teléfono a Urko y, de repente, el sueño y el cansancio me invadieron. Me levanté y fui a cerrar la puerta. Al mirar por la cristalera, me sorprendió ver a Christian atravesar la verja y dirigirse hacia la casa. Me extrañó mucho que se tomara tanta confianza, pero me alegró verlo. Abrí la puerta y salí al porche.
—Hola, Christian.
—Buenas noches, Luna.
—¿Qué haces entrando en mi casa?
—Iba hacia casa y he visto la luz encendida. Te he visto levantarte a través de la cristalera y te iba a llamar...
—¿Para qué, Christian?
—Para saber qué tal estas. Me he enterado de lo de Diego y, para colmo, lo de tu abuela —le hice un gesto con la mano señalando el balancín. Los dos nos sentamos.
—Lo de mi abuela ha sido un susto, tiene la tibia y el peroné rotos. La han operado, pero está bien.
—¿Y Diego?
—Diego nada. No existe. Aunque no me olvide tan fácilmente de lo que siento, el tiempo que hemos pasado juntos ha terminado...
—¿Tanto le quieres?
—Más de lo que nunca pensé que se podía sentir por una persona, pero prefiero no hablar sobre ello. Si no, nunca podré olvidarlo.
—Todavía llevas la pulsera que te regalé.
—Sí, no me la he quitado desde que me la diste. Sé que mi negativa te dolió mucho, pero para mí eres un gran amigo.
—Me alegro —en su boca apareció una gran sonrisa y en sus ojos una chispa de esperanza, pero no quería que se hiciera ilusiones.
—Tú para mí eres un gran amigo y nada ni nadie va a cambiar eso, te lo dije y te lo vuelvo a decir. ¿Sabes que mañana viene Luca? —quise cambiar de tema para que el ambiente no se pusiera tenso.
—Es verdad. Me dijiste que venía para las fiestas y empiezan mañana. Tengo ganas de conocerlo.
—Creo que llega por la tarde. Seguro que sois grandes amigos.
—Me has hablado tanto de él, que estoy seguro de que sí —acercó su cuerpo a mí y empecé a sentirme incómoda.
—Es tarde, Christian —me levanté del balancín y le invité a irse con mucha amabilidad.
—Perdona, no era mi intención incomodarte.
—No, tranquilo. Estoy cansada después de todo el día.
Se acercó para darme un beso en la mejilla. Se lo di muy rápido porque la situación me disgustaba. Me di media vuelta, cerré la puerta y subí al cuarto. Urko ya se había ido a dormir, no le pude preguntar qué le había contado mamá. Entré en el baño y me miré al espejo mientras me lavaba los dientes. Mi aspecto había mejorado, ya no tenía los ojos hinchados, ni tampoco rojos. Al quedarme dormida, recordé la sensación de relajación que había sentido al bañarme en el río.

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Holaaa!!

WooooooWWWW, ¿Os imaginabáis que algo así iba a pasar? Madre mia Diego, la que ha liado.

¿Podrá Luna superar lo que la viene encima? ¿Aprovechará Christian la soledad y el dolor de Luna? Todavía queda mucho por descubrir y muchas cositas sobre Luna, Laura y Sandra.

Muchos besos y muchas gracias por lo los votos y comentarios, no olvidais seguir haciendolo y compartiendo con todos.

Luna de VainillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora