en el mismo sitio en todas sus clases, en la primera de las casi cuarenta filas de la enorme aula, justo en el centro, justo delante de su mesa, donde no puede evitar verme. Sin embargo, Marcus rara vez me mira a los ojos. Ni siquiera mira en mi dirección, sino que se dirige a la clase -a toda la clase-, salvo a mí, y eso me hace sentir que no estoy allí, que ni siquiera existo. Él está allí, yo no, y eso está volviéndome loca... una frenética
de lo visible. Y me pregunto si se hace el duro porque mis intenciones son
bastante evidentes.
Los días que tengo clase -lunes, martes y viernes-, me doy cuenta de que me visto para él. Hoy no es una excepción. Hoy he escogido los vaqueros ceñidos que me marcan el culo, sujetador con aros para levantar y separar, un top de rayas azules y blancas que acentúa mis curvas y una chaqueta de punto azul marino que las envuelve y dirige la atención hacia ellas. Quiero que se fije en mis pechos y piense en Brigitte Bardot en
El desprecio, en Kim Novak en Vértigo, en Sharon Stone en Instinto básico. ¿Es lo suficientemente obvio?
Espero que sí.
Así que hoy, como siempre, estoy sentada en clase, fingiendo tomar notas, y desnudando a Marcus con la mirada. Marcus está hablando de Freud, Kinsey y Foucault, sobre el espectáculo del cine y la mirada femenina, y yo intento adivinar la curvatura de su polla en sus pantalones de vestir de color marrón, un poco demasiado ajustados en la ingle, por lo que resultan bastante reveladores.
Está medio de pie, medio sentado, apoyado contra la mesa, con una pierna estirada a lo largo del borde, formando así un ángulo casi perfecto con la otra, que está firmemente anclada al suelo. Y yo estoy masticando un lápiz, contando los centímetros que hay desde la costura de sus pantalones a lo largo de la cara interna de la pernera, y haciendo cálculos aproximados sobre contorno, anchura y longitud. Apunto las cifras