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Me encuentro bajo un pino cuyas ramas mece el viento, retenida allí, contra mi voluntad, por el hombre al que adoro. Atada, golpeada y humillada por dos hombres salvajes que acatan sus órdenes mientras él mira, indiferente ante mi sufrimiento.
Tengo las manos atadas con cuerda gruesa y levantadas tan por encima de la cabeza que los músculos están en tensión y me arden. Mis pies arañan el suelo mientras este se balancea por debajo de mí. Mi vestido, desgarrado por las costuras, pende de mi cintura como un pétalo marchito. El sujetador me cuelga, suelto, de los hombros, y los aros me rozan los pezones y se me erizan.
Látigos de cuero se ciernen sobre mi espalda, me muerden la carne; un latigazo tras otro en rápida sucesión, me golpean con un ritmo maligno que me tiene esclavizada. Oigo el restallido del látigo y entonces... la quemazón. El restallido. Y luego la quemazón. Tan inevitable como que el trueno sigue al relámpago, el placer sigue al dolor. La intensidad crece y crece y crece con cada golpe, hasta que ambos, placer y dolor, son demasiado para soportarlos. La adrenalina corre por mis venas. Doblo la esquina.
No estoy ni a medio camino de casa y ya estoy más caliente que una gata en celo.
Doblo otra esquina y vuelvo a la película, ahora estoy en el burdel, dispuesta a ser aleccionada en los placeres del deseo criminal de manos de un rufián con un bastón y dientes de oro que se mueve con un balanceo rudo y primitivo.
Si el hábito hace al monje, este hombre es una contradicción andante. Lleva botines de cuero tan desgastados que han perdido el
lustre, y calcetines deshilachados con grandes agujeros donde antes estaban los talones. Un anillo metálico de sello engarzado con un enorme diamante finamente tallado. Y esos dientes de oro que brillan cada vez que los enseña y frunce el labio superior en una mueca. Su pelo, su abrigo de piel, sus pantalones, sus zapatos, todo es negro como la noche. Lo demás está

La Sociedad JulietteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora