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Hoy llegaste a una hora bastante extraña viniendo de ti.  Era ya muy tarde, el sol ya se escondía tras las montañas, pero a ti parecía no importarte.

Te acercaste al templo y de rodillas permaneciste unos minutos en silencio. Podía escuchar el agradable sonido del viento jugando con tu sedoso pelo y las voces de los árboles al ser acariciados por él. 

Sin embargo, mi atención estaba completamente puesta en ti. 

Mi curiosidad del porqué tu presencia en aquel cementerio a altas horas de la noche, era más fuerte que otra cosa y observaba tu postura, como si ella fuese a darme las respuestas que tú todavía guardabas.

Me acerqué dispuesto a buscar un plan que te hiciese volver a casa, pero tu voz fue la que me detuvo entonces. Habías alzado la cabeza, mostrando un rostro contraído por el dolor, salpicado en lágrimas llenas de un dolor que amenazaba con quitarte la sonrisa para siempre. Entre gritos suplicabas que te hiciera caso alguien, que salvaran a tu amiga, que evitasen la muerte te arrebatase a ella también.  Tus sollozos siguieron unos minutos más, haciéndote temblar junto con el viento de una manera que me rompía el alma en pedazos.

Mi mano se movió sola y rozó tu frente, sabiendo que aquel gesto sólo provocaría que lo sintieras como una simple brisa, pero era mejor que nada.

Tú te relajaste y alzaste la mirada tras ese gesto por mi parte. Miraste en mi dirección, viendo a través de mí, como si esa caricia la hubieses sentido de verdad.

Sabía que era imposible, que mis caricias jamás podrían alcanzarte, que mi voz nunca podrías escuchar, pero aun así me atreví a susurrar tu nombre con cierta lentitud. Pronunciando tu nombre con una dulzura que yo mismo dudaba que tuviese. Como era de esperar, no reaccionaste con mi voz, pero el cosquilleo que dejó tu nombre en mi boca, consiguió elevar un poco las comisuras de mis labios, sonriendo por la dulce sensación que ese bello nombre me había regalado.




El espíritu de la nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora