22. Houses

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Hogares

El cielo se teñía en azules y verdes cuando el taxi, que tenía el motor averiado, llegó a Gwynedd

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El cielo se teñía en azules y verdes cuando el taxi, que tenía el motor averiado, llegó a Gwynedd. Habían pasado por delante de un cartel que leía «¡Bienvenidos a Gwynedd!» con el dibujo de un dragón galés. Marie bajó la ventanilla del coche y respiró el aroma a pasto mojado y a montaña de su pueblo natal.

Y Marie amaba su pueblo.

Luego de haber cruzado un puente antiguo de piedra, Gwynedd se convertía en un conjunto de casas adosadas de piedra, con techos negros tapizados de musgo y ventanas blancas con la pintura saltada. Las calles eran de adoquines y había faroles negros cada algunos pocos metros de distancia. Marie vivía en la Península de Lleyn. Lo bonito de la península son sus mayores atracciones, o sea, las playas en el mar irlandés y las aguas del norte. De arena blanca; por detrás en las dunas crecían juncos amarillentos que también se abren camino entre los espacios de las tablas de madera de la bajada a la playa. Algunos días, cuando hace calor y el cielo no tiene ni una sola nube, se colorea de rosas y lilas. Marie amaba Gales por la forma moldeada de su tierra, las suaves ondulaciones verdes que parecían querer tocar el sol y, por detrás, las playas de arena blanca.

No pasó mucho hasta que el taxi aparcó frente a su casa. Marie extendió el dinero del viaje al taxista, posteriormente, puso un pie fuera y respiró profundamente el aire salado del lugar. Dejó que el viento ondulara por su cuerpo, abrazándola, y sacó las valijas de la gaveta trasera. Su madre ya estaba en la puerta, igual que su padre. No habían cambiado nada, lo que era lógico porque los había visto hacia algunos pocos meses. Amanda y Joseph esperaban en la puerta, con una cálida sonrisa en sus labios. Marie arrastró la valija hasta el pequeño portón de madera blanco y atravesó el jardín lleno de madreselva y pequeños yuyos blancos, llegando finalmente hasta sus padres. Luego del caluroso saludo colmado de abrazos, los tres entraron en la casa.

Por dentro era espaciosa, con paredes color anaranjado en la cocina y en el comedor; y grandes ventanales que dejaban ver la pequeñísima elevación donde estaba su casa, la carretera, y más allá el azul del mar irlandés. Marie dejó la valija en la entrada de la casa, junto al perchero, y avanzó a la cocina. Allí estaba Ffransis; con su mata de cabello rojo disparado en todas direcciones como si recién se hubiese levantado. Lo que era verdad, porque apenas eran las ocho de la mañana. Los ojos avellanados del chico se giraron hasta su hermana mayor, que le tendió una sonrisa y luego lo abrazó como hizo con sus padres. Marie se sorprendió gratamente al verlo, puesto que pensó que no estaría tampoco en Gales.

—Te extrañamos, Marie —dijo el chico, ganándose un asentimiento de los padres. Joseph había comenzado a preparar café y Amanda ponía algo de mermelada de higo en una tostada.

—Suelo causar eso en las personas —rió ella, aceptando una tostada de su madre—. ¿Cómo les ha ido a ustedes?

—La pregunta aquí es como te ha ido a ti —dijo su hermano mirándola fijamente—, ¡has logrado el Bestseller!

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