Epilogue

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Epílogo

Si Marie Leblanc escribiese el epílogo de su vida este sería una mezcla de sensaciones, recuerdos e imágenes: el aroma del árbol de limón de aquella casa en Shropshire, las risas de sus hijos, el sonido de las olas al romper en la playa de Gales, ...

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Si Marie Leblanc escribiese el epílogo de su vida este sería una mezcla de sensaciones, recuerdos e imágenes: el aroma del árbol de limón de aquella casa en Shropshire, las risas de sus hijos, el sonido de las olas al romper en la playa de Gales, las montañas de libros que siempre decoraron sus habitaciones, el tacto de la piel de Hayden sobre la suya...

Y había tantas cosas que deberían contarse. Demasiadas. Miles de ellas. Tantas que no alcanzarían la cantidad de palabras que existen en el mundo.

Mirar hacia atrás en la vida de alguien es difícil. Mirar hacia atrás en la vida de uno mismo, imposible. Y mientras más alejados estaban sus recuerdos, más difícil era acordarse de lo que quería recordar. Ella guardaba memorias de ella y Ffransis en el patio de su casa, correteándose y gritándose. Los ladridos de su primera mascota. El césped bajo sus pies. Sus padres llamándolos para almorzar. El sol sonrojándole la piel y el calor impregnándose en su piel. Veranos e inviernos en Gales, la lluvia fría y la sequía que hacía colorear el pasto de amarillo.

Y cuando creció, en la escuela o el instituto. Aquellos amigos con los que jamás se había vuelto a hablar y de los que duraron por el resto de su vida. Los exámenes perdidos, los profesores odiados, los pequeños amores compartidos. Todos los rostros que fueron y vinieron frente a sus ojos en momentos claves de su vida. Aquella vez que se cayó de la bicicleta con su mejor amiga o aquellas viejas pijamadas. Los festivales del instituto, su primer beso. Todos los buenos y malos recuerdos entremezclándose dentro de ella como una tira de fotografías antiguas.

Y ahora, con ochenta y siete años de edad, Marie podía decir que había tenido una buena vida. Aunque aquella noche fatídica, cuando Hayden soltó su último aliento, ella había sostenido su mano en la cama del hospital. Su piel seguía siendo como la recordaba, su cabello había pasado del castaño al gris, habían crecido juntos. Habían pasado más de la mitad de su vida junto a él, uno al lado del otro. Y sus ojos... sus ojos eran exactamente iguales a aquella noche. Verdes como una hoja recién nacida en primavera, llenos de vida, esperanza, calidez y amor. Los ojos más hermosos que había visto jamás.

—¿Quieres que te recomiende un trago? —preguntó él.

Marie giró el rostro hacia la voz. La mayor parte de sus facciones estaban oscurecidas y casi desfiguradas por la falta de luz. La bombilla frente a ellos no ayudaba demasiado con su enfermiza luz amarillenta, que hacía lucir la blanca piel de ambos jóvenes como si se sintiesen enfermos. Pudo advertir que llevaba una camisa negra con dibujos de dólares, entreabierta en el pecho, y que tenía una mandíbula marcada. Del tipo de mandíbula que podía cortar papel y no a la contraria.

—No me gusta beber —respondió Marie, mirándolo. Esperaba por parte del apuesto muchacho una cara de reproche, pero esta jamás llegó.

—Ni a mí. Al menos no como algo habitual.

Marie lo miró más detenidamente. Llevaba el cabello sedoso rizado hasta los hombros, lo que generó, por parte de ella, un gran exceso de envidia. Sus ojos parecían casi líquidos, de un color muy claro que no podía llegar a definir por culpa de la escasez de luz. Pudo advertir más retazos de su rostro, que era igual anguloso que su mandíbula, como si hubiese sido tallado a mano por el mismísimo Miguel Ángel. Portaba larguísimas pestañas y una sonrisa triste, de esas como las pinturas de los ángeles en tantas capillas.

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