Siempre he sido aficionada a la música. Todos lo somos, aun cuando no tocamos ningún instrumento. Yo pertenecía a aquellos que durante los conciertos siempre se dedicaba únicamente a escuchar, pero siempre tuve la curiosidad de aprender a tocar la flauta traversa. No fue difícil convencer a mis padres de iniciar un curso de flauta en la Academia de Artes de San Agustín, sobre todo porque decían que yo era muy joven, y era mejor empezar cuanto antes. Habíamos comprado una flauta de segunda mano en una casa de empeño, y poco después empecé el curso. Cuatro horas mensuales, con dos recitales al año. No tienen idea de lo gratificante que fue aprender a tocar mi instrumento favorito, y de poder reconocer las notas que tocaban en los conciertos de música celta, para después intentar sacarlas yo misma por oído. Claro, fue un proceso lento y largo, pero así es la vida de un aprendiz, y con el pasar de los años dejé de serlo para poder considerarme (finalmente) una estudiante avanzada.
Consideraba al personal de la academia como mi familia, y había hecho grandes amigos que compartían mi amor por la música. A veces nos reuníamos a hacer nuestras propias versiones de canciones conocidas; inclusive una vez nos atrevimos a tocar en el mercado de nuestra ciudad para recibir limosna, aunque lo hicimos más que nada por diversión. Sí, todo aquel tiempo que pasé de niña equivocándome con algunas notas, fallando con mis tiempos o luchando con mi respiración, había valido la pena.
Se acercaba el recital de mitad de año y ya sabía exactamente cuál canción tocar ("Yesterday", de The Beatles, acompañada de mi amiga Helena en el piano). Practicamos incansablemente hasta tenerla perfecta, para así tocarla con simplicidad en el recital, al cual sabrán asistía muchísima gente y tendemos a ponernos nerviosas. Habíamos hablado con la directora de la academia, Doña Patricia Calderón, para que nos dejara tocar en el auditorio para practicar e imaginarnos cuán lleno podría estar. Ella, sabiendo lo ansiosas que éramos, nos dio la llave y nos deseó buena suerte.
El recital era el miércoles catorce de junio a las 19:00, y nosotras habíamos llegado a las 16:00, una hora antes de que llegara el personal para comenzar a conectar las luces, los parlantes y micrófonos. El auditorio de la academia era una enorme habitación cuadrada, con pisos y de madera y sin ventanas, para que no escapara el sonido. Había una plataforma al final de la habitación, y había dos columnas de sillas al frente, como en una sala de cine. Subimos en la plataforma, Helena se sentó en su piano y a la cuenta de tres, tocamos. Yo había puesto el cronómetro, y cuando terminamos habíamos durado justo lo planeado: 2:43. La tocamos dos veces más y luego decidimos irnos a cambiarnos de ropa y arreglarnos. Guardé mi flauta en su estuche mientras Helena me esperaba, luego nos dirigimos a la doble puerta. Al intentar abrirla notamos que estaba cerrada con llave, cosa imposible dado que sólo nosotras teníamos la llave (bueno, imagino que el personal también tenía otra, pero ellos llegarían dentro de veinte minutos). Miré a Helena extrañada, preguntándole si ella la había cerrado. Claro que no, ¿para qué haría eso? Vamos, saca la llave y ábrela de una vez, me respondió. Al buscar en mi bolsillo sólo sentí mi celular, pero no las llaves. Busqué en mi bolso y hasta en el estuche de mi flauta, pero nada. Helena también buscó por todo lado y no las encontraba. En eso se apagó la luz del auditorio y Helena gritó. Buscó mi mano en la oscuridad y no la solté por nada. Empezamos a escuchar el sonido del piano, tocando notas lentas y suaves. Nos giramos hacia la plataforma y de repente una luz iluminó a quien tocaba (repito, las luces no habían sido conectadas). Era un hombre con traje de noche y manos blancas, pero no pudimos ver su rostro, puesto que había una bolsa de tela (con las que se carga el maíz) en su cabeza. Helena cesó de gritar, pero su mano apretaba tan fuerte la mía que tuve que quitarla antes de que me hiciera verdadero daño. El hombre estaba tocando "Tristesse", de Chopin, Helena me lo dijo. Pronto otra luz se encendió, e iluminaba un hombre con otra bolsa en su cabeza (pero esta le tapaba solamente sus ojos y nariz), que tocaba una flauta traversa. Acompañó la melodía del piano, y juntos nos estaban dando un espectáculo. Busqué en mi bolsillo para llamar al 911, pero al ver la pantalla de mi móvil vi que no había señal, lo cual era de esperarse, el auditorio estaba completamente aislado del resto de la academia, y sus paredes habían sido construidas tan gruesas justo para que nadie pudiera llamar en medio de un recital. No podíamos hacer otra cosa más que quedarnos y rezar que lo único que quisieran hacer estos hombres fuera darnos un show. Otras dos luces se encendieron, iluminaban dos asientos vacíos. Desconfiada empecé a caminar y tomé a Helena de la mano. La pobre tenía las piernas temblorosas, por lo que tuve que llevarla con fuerza. Honestamente yo también estaba muerta de miedo, pero tenía que seguir el juego de los hombres, no planeaba pasarme de lista. Helena se sentó en el asiento de la izquierda (frente al piano) y yo en el de la derecha (frente al flautista). La canción siguió, y duró el tiempo suficiente para disfrutarla. Ambos eran apasionados, y tocaban aquellas canciones con la simplicidad que yo deseaba adquirir algún día. Al terminar la canción sonreí y aplaudí, y Helena me imitó inmediatamente. Ambos hombres nos hicieron una reverencia, y de un momento a otro las bolsas en sus cabezas se ajustaron tanto hasta estrangularlos. Intentaron luchar contra la presión pero era inútil, y cuando finalmente cedieron, sus cuerpos cayeron desde la plataforma y golpearon el piso de madera. Helena se alejó, y la perdí de vista puesto que todo seguía oscuro, pero me apuré en socorrer a ambos hombres. Mas al acercarme no los encontré en ninguna parte. Me acerqué a la plataforma para subir e investigar, pero sentí como me tomaban las piernas para impedirme caminar. Aquellos dos me estaban esperando, y comenzaron a jalarme con más fuerza. Le grité a Helena, pero al voltearme sólo vi la puerta abierta. Tuvo la llave en todo momento, y estaba siendo traicionada por mi amiga. Continué mi lucha contra los enmascarados sin lograr librarme del todo, hasta que con mi estuche de flauta los golpeé repetidas veces. Me soltaron, y brinqué hasta sumergirme más adentro en la oscuridad. Sabía como llegar a la puerta, era un camino fácil. Corrí, oh Dios, cómo corrí. Me acercaba cada vez más, veía la luz del pasillo. Grité de nuevo esperando que alguien del personal hubiera llegado antes, pero bien sabía que no había nadie. Ellos nunca llegan antes. Estuve a cuatro metros de la puerta cuando ésta se cerró, y sentí que uno de ellos me puso una bolsa en la cabeza. La cerró tanto que sentía como la sangre se acumulaba en mi cuello, y como ellos después de terminada su canción, caí.
El personal de la Academia de Artes de San Agustín llegó al auditorio a las 17:00 en punto. Encontraron a una de las mejores flautistas de la academia tirada en el suelo con una bolsa en su cabeza. Cancelaron inmediatamente el recital y lo reprogramaron para el veintitrés de junio.
Helena se sentía como una completa estúpida. Había guardado la llave en su zapato, pero sus piernas temblorosas no la dejaron sentirlas. Solamente cuando se tranquilizó pudo recordar dónde estaban. Por su culpa su amiga estaba muerta, y no había forma de aliviar aquella pena. Ella faltó al recital, y en sus años siguientes faltaría a todos los demás recitales de la academia. Los padres de Lucía le pidieron que tocara una canción para su funeral, y ella sabía cuál canción tocar.
En la iglesia mucha gente lloraba por la partida de aquella dulce joven de diecisiete años, que tenía un futuro brillante como flautista. El padre dio un sermón acerca del suicidio, cosa que molestó a sus padres, pues sabían que Lucía jamás haría una cosa así, pero así lo dictaminó la policía. Cuando el padre finalizó, Helena tocó "Yesterday". En su cabeza contaba el tiempo para que fuera perfecto, como lo quería su amiga. Al terminar, dijo en voz baja 2:43, y cuando alzó su mirada vio a Lucía. Tenía una bolsa en su cabeza, y susurró: tú también deberías estar muerta. Helena se paralizó del miedo al escuchar esas palabras, y fue entonces que sintió -finalmente- la sangre de su cuello acumularse. Los presentes en el funeral sólo vieron como la joven de dieciséis años chocó su cabeza contra las teclas del piano, y luego cayó al suelo.