La mujer está tendida sobre telas suaves como la seda, que casi parecen estar hechas de aire. La envuelven gentilmente, delicadamente, como un gran erudito del arte envuelve una obra magistral para transportarla a otro lugar sin deteriorarla. Los extremos de estas telas, libres del peso del cuerpo de la mujer, vuelan con la mínima brisa, con el mínimo movimiento. Parecen bailar.
La mujer duerme plácidamente, de lado, en una ligera posición fetal. De vez en cuando se mueve, pero de forma muy ligera, casi imperceptible. Mientras tanto, las telas de gasa vaporosa danzan al son de su sueño, llenando el espacio donde ella descansa. Se levantan como si estuvieran creando un agujero, en cuyo fondo yace ella, ignorante de todo. Así ha sido por mucho tiempo, pero ahora está pasando algo raro: Una tela ha caído sobre la mujer, cubriéndola, cosa que nunca antes había pasado. Lo ha hecho suavemente y después se ha empezado a adherir a ella. Parece que a la tela le gusta; disfruta estar por encima por una vez, mientras se agarra a la que antes estaba por encima de ella.
La mujer no lo nota, no lo siente, y sigue durmiendo plácidamente. Al notar esto, las demás telas, tímidamente, van cayendo sobre ella y, una vez posadas, empiezan a envolverla. Más fuerte cada vez. Se ciñen a la mujer como un traje ajustado.
La mujer despierta, y descubre que no se puede mover. Forcejea para librarse, pero está bien atada.
Intenta gritar, pero una tela se mete en su boca, llenándola por completo y enmudeciéndola.
Nota el sofoco, el dolor de estar con la misma posición mucho tiempo.
Llora, pero las telas le limpian las lágrimas. Llega un punto en el que estas deciden cubrirle la cara para ahorrarse molestias. La momifican.
La mujer no puede casi respirar; casi no hay espacio para ello, y su pecho no se puede hinchar lo suficiente.
No puede respirar.
No...
En unos minutos dejó de respirar, pero las telas no pararon de ceñirse. Apretaron más y más y más y más...
Al final ya no se sabía qué era tejido y qué era carne.