El jardín de los Espinoza era grande y extenso, se podía disfrutar como si se tratase de una casa de campo. En este jardín acostumbraba verse al pequeño Samuel jugando a las escondidas, rebuscando debajo de las rocas o simplemente corriendo. La mamá de Samuel, Teresa, disfrutaba ver crecer a su hijo y su gran casa en las afueras de la ciudad.
Una tarde, el niño manifestó un fastidio en su brazo izquierdo, decía que se movía. Su madre observó detenidamente su brazo y vio cómo este se estremecía y temblaba, como si palpitara. En el hospital le dijeron que era algo pasajero, algún golpe que tuvo, y que se le quitaría en un par de semanas. Pero las palpitaciones no se iban y se intensificaron; ya no solo era solo su brazo, sino también su hombro y su pecho.
Los doctores no podían encontrar las causas. Le sacaron placas, ecografías y cuanto examen se les ocurriese pero no hallaron nada anormal. El niño se encontraba cada vez más débil y parecía falto de atención.
Una tarde de febrero el niño finalmente dijo que quería estar en su casa, jugar en su jardín, que ya no soportaba ese hospital en el que estuvo más de siete meses.
En su casa el niño paraba sentado en el jardín, observando detenidamente el horizonte, como alejado de ese mundo. Las palpitaciones eran visibles, como si su cuerpo se retorciese por dentro, pero el niño ya no se quejaba, solo pedía estar en su jardín y se molestaba cuando lo alejaban del mismo. Una noche Teresa se disponía a regresar a Samuel para que durmiera, pero este ya no respondía y vio sus ojos fríos, sin vida, aún viendo al horizonte.
Durante el entierro del pequeño Samuel, Teresa no dejaba de llorar, todavía tenía las esperanzas de que se recuperaría. Justo cuando estaban echando la tierra sobre el ataúd, Teresa juraba que su hijo aún vivía, decía que escuchaba las palpitaciones venir de su tumba.
Una noche de lluvia mientras Teresa observaba el jardín, en el mismo lugar donde se sentaba Samuel, observó a lo lejos a alguien corriendo por su jardín, saltando y girando por la tierra. Ella corrió por todo el jardín y vio a Samuel allí, riendo, con la misma ropa que lo enterró.
—¡Samuel! —gritó Teresa, rebosante de felicidad—. ¡Sabía que aún vivías! Por favor, perdóname por enterrarte. ¡Vuelve a mi lad...!
Teresa no pudo completar la frase ya que observaba aterrorizada donde se encontraba Samuel. El cuerpo del niño palpitaba con mucha fuerza y por diversas partes. Parecía como si tuviera cientos de corazones en todo el cuerpo y cuyos latidos se podían escuchar desde donde se encontraba parada. Y allí, Teresa observó claramente en una de las palpitaciones a unos gusanos largos y gordos que se agitaban y palpitaban con fuerza. Todo el cuerpo de Samuel estaba lleno de ellos y todos palpitaban y se trasladaban dentro y fuera de su piel. El niño miró con una enorme sonrisa el rostro de su madre y corrió fuera del jardín hacia las colinas.