"sala de espera"

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Miguel cogió al azar una de las revistas esparcidas por la mesita de mármol. Le gustaba ojearlas, desde niño: fotos de gente desconocida, información breve y superficial, chicas guapas, las playas del paraíso...lo ideal para alejar la mente de los libros de derecho mercantil y aliviar la tensión de la espera hasta que llegase su turno.

El hilo musical –neutro e insípido también ayudaba a mantener las emociones en una suerte de purgatorio ártico que solamente la presencia de la señorita enfermera podría deshacer. Y mientras llegaba ese momento Miguel se parapetaba tras su revista, rogando para que entre los presentes no se hallase uno de esos sujetos o sujetas que parecen sentirse obligados a iniciar conversaciones para dejar clara la diferencia entre personas y objetos de mobiliario. A su lado, una adolescente delgada y pecosa, aislada en el submundo sonoro que le brindaba su walkman, hacia ruido al pasar las páginas de una revista de moda. Bajo la ventana, una anciana de aspecto plácido y concentrado bordaba un jersey de lana azul que alguno de sus nietos no llegaría a ponerse nunca. Dos señoras de mediana edad cuchicheaban monólogos inaudibles frente a él, sin intercambiar sus miradas. Otro señor, embutido en un traje que le quedaba pequeño por muchos esfuerzos de la imaginación que hiciese, se abanicaba sin fuerzas con periódico arrugado contra un calor subjetivo, junto a la puerta que abriría la enfermera.

¡Rafael, hijo, dejo eso ya! –recriminaba, con toda la fuerza de mando que su educada voz baja le permitía, una madre a su retoño, que analizaba la resistencia y elasticidad de las hojas de una discreta planta artificial que se había visto acorralada en un rincón por el pequeño explorador.

Pasaron los minutos. La anciana bordaba. El hombre grueso del traje se abanicaba en vano. La chica maltrataba la revista. La madre tomó a su hijo de la mano, salvando a la planta de una defoliación completa. Las mujeres murmuraban...

Pasaron los cuartos de hora. La chica acabó con todas las revistas de la mesa. El hombre dejó de menear su periódico, recostado con la cabeza en la pared y los ojos cerrados; dormido en apariencia. La manga derecha del jersey quedó lista. Las mujeres examinaban las baldosas; ya no tenían nada de que hablar. El niño se esforzaba en alcanzar un cuadro de motivos abstractos ante la impasibilidad de su madre, que vengaba así el tiempo perdido. La paciencia de Miguel comenzó a resquebrajarse, fenómeno bastante insólito en su experiencia y del que apenas guardaba precedentes en su memoria. Hormigueo en los pies, ligero temblor de manos, desasosiego, una gota de sudor resbalando por la frente, sensación de opresión claustrofóbica...ansiedad despertando como serpiente en el nido de su estómago. ¿Por qué no nos atienden de una vez? –masculló en silencio. ¿Se habrán olvidado de nosotros?

Al fin la puerta se abrió, y todas las miradas se alzaron instintivamente. Sin mediar por palabra más que una forzada sonrisa, la enfermera vestida de blanco se dirigió hacia la anciana – que dejó sus labores inacabadas sobre el sillón y la ayudó a incorporase. Miguel palideció de terror al verla; sintió su corazón retorcerse y comprimirse como si fuese a estallar, latiendo en una cuenta atrás acelerada. La revista cayó al suelo entre revuelo de palomas. La anciana se dejó acompañar por la enfermera, cuya cabeza era una perfecta calavera gris ceniza en su caminar doblegado por la artrosis. Ambas entraron, y la puerta se cerró a sus espaldas.

Miguel no daba crédito a lo que acababa de ver. Debía tratarse de una broma de pésimo gusto o una terrible ilusión de los sentidos, pero aquello no podía ser lo que él había percibido. Nadie se inmutó ante el rostro de la enfermera, y los comportamientos siguieron su inercia lógica como si la puerta no se hubiese abierto. "No, no puede ser –se dijo en un intento de tranquilizarse. Mi cerebro ha interpretado mal sus rasgos, por efecto de la tensión acumulada y el cansancio durante la prolongada espera. Debe ser algo relacionado con la ansiedad; de otra forma, toda esta gente se habría levantado espantada como yo. ¡Qué estúpido soy! Y se hubiese reído con ganas de lo absurdo de la situación si no fuese porque aún temblaba como un flan.

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