Eran las nueve de la tarde. Estábamos a mitad del verano, el escaparate de aquel Telepizza en el que nos encontrábamos dejaba ver un trozo de calle urbanizada bañada por los últimos rayos de luz solar. No sé si mi acompañante se fijó en ese detalle, pero lo cierto es que poco después, el anochecer se hizo infinítamente largo.
Discutíamos que ingrediente sería mas adecuado para afrontar después la película que íbamos a ver y comparábamos los precios y ofertas existentes en un descolorido e insulso tríptico.
Lo lamento, pero recientemente hemos eliminado los champiñones de nuestro menú. Le puedo sugerir que pruebe el nuevo ingrediente, las setas.
Acepté de buena gana. Los champiñones eran mi ingrediente favorito para las pizzas, pero a decir verdad no había probado muchas especies micológicas mas allá de los mízcalos y los boletos. Mientras no fuese Amanita Faloides...
En ese momento entraron en el establecimiento varios mocosos que a buen seguro venían a celebrar un cumpleaños. Nunca me gustaron los niños, y menos los que llevan capirotes de indio y berrean como si fuesen hotentotes a la carga. Para colmo de males, iban sin compañía adulta. Pronto me di cuenta que la madre del cumpleañero estaba sacando del maletero de su BMW una bolsa con regalos y un bolso negro.
Tardará unos 15 minutos
"Sin duda, serán largos", pensé. No sólo tenía mas hambre que el tamagotchi de un sordo, sino que iba a tragarme los prolegómenos de una entrañable y sonora fiesta infantil.
Y sinceramente, preferiría que así hubiese transcurrido todo.
Nos dirigimos hacia una de las pocas mesas libres de los saltos que los niños completaban sin sentido entre el mobiliario de chillones colores.
El escaparate estaba a pocos centímetros de nuestra mesa. Con la algarabía de fondo, centré mi atención en la madre que trataba de cerrar el coche. Era una mujer bella, no sabría decir que edad tendría, pero sería mentir si no digo que estaba de buen ver.
Era alta y de cabellos rubios, con unas grandes gafas de sol cubriendo unos ojos que a la postre descubriría azules.La mujer cruzó la estrecha calzada. Ningún coche la impedía cruzar los pocos metros de asfalto que había desde la otra acera.
Cuando iba por mitad del recorrido, ocurrió algo extraño.
Mi sorpresa era similar a la que ella mostraba. Había tirado el bolso como si éste le hubiese mordido y ahora miraba cariacontecida el brazo que tenía elevado. Creo que yo era el único que estaba viendo aquello.
La jauría de niños seguía sacando de quicio a una camarera que trataba de tomar nota, pero yo los había dejado de oír.De repente, sus dedos empezaron a moverse espasmódicamente ante la sorprendida mirada de la dueña. Entonces, soltó la bolsa repleta de regalos y chilló.
Me levanté de la silla y pegué mis manos al cristal. La mujer se retorcía sobre su brazo. Por la forma de moverse, lo asocié a la picadura de alguna abeja, comunes en zonas ajardinadas en esa época del verano.
Los alaridos eran de tal potencia que los niños dejaron inmediatamente su juerga al percatarse de que algo no iba bien.
¡¡¡Mamá!!!
El niño que llevaba una corona de plástico en la cabeza intentaba abrir la pesada puerta entre sollozos y los gritos de los demas niños, asustados por la escena.El que debía ser gerente del local, calvo como una cebolla y con una ridícula corbata ilustrada con porciones de pizza; empujó y abrió definitivamente la puerta, con la intención de socorrer a aquella mujer que gritaba fuera de sí.
En ese momento, también me dispuse a salir y ayudar en lo que pudiese.No te muevas
Tenía a Sergio a mi espalda. Intenté darme la vuelta para decirle que si no era consciente de lo que le pasaba a aquella mujer, pero cuando vi lo que el estaba observando; las palabras definitivamente no sólo no salieron, sino que además se me olvidaron por completo.