"fantasmas abusivos"

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Acabas de salir para la escuela, corriendo, porque el bus te dejó y tu madre se rehusó a llevarte. Por nada puedes faltar este día, es la entrega del gran proyecto de sociales que costará un setenta por ciento de la calificación. Quizá si no estuvieras afinando los últimos detalles en este momento el estrés que sientes desistiría, al fin y al cabo el instituto no queda a más de once bloques de tu casa. Tuviste suerte que el perro del vecino no te saltó encima cuando pasaste a su lado, siempre lo hace.

Cruzas la puerta principal de la escuela y te aborda el guardia, bloqueando tu camino.

—Sí estoy sobrio —le dices, por reflejo. Pero te aclara que la hora de entrada acabó hace cuatro minutos. Deberás cederle algo a cambio de que te permita continuar. Recientemente tuvo un hijo, ¿y si te ofreces como su niñero por algunos días y así pueda descansar un poco con su pareja?

—Estoy divorciado, ella tiene la custodia.

Te adelantas a brindar tu ayuda en su trabajo durante una semana para quitar esa mirada de descontento en su rostro. Te retractas ante la persistencia de esta y le prometes estar bajo su mando tres semanas. Un mes. Hasta tu graduación, si es que entregas el trabajo a tiempo. Acepta y te permite seguir.

Una autoridad más en ese lugar a quien tendrás que evitar.

Como el profesor siempre llega tarde a la clase no debes resignarte aún. Recorres un pasillo, otro, otro, otro, otro, otro, ¡¿por qué es tan grande?! Ves al profesor a solo unos metros del aula: debes pensar en algo de inmediato.

—¡Profe!... ¡Hola! —Aceleras la marcha aprovechando su desconcierto, nunca te habías molestado en dirigirle un saludo. Menea tímidamente su mano e intenta reanudar su paso.

—Se ve bien hoy eh.

Te da suficiente tiempo para entrar antes que él. Ahora solo debes acabar la tarea, ¿qué faltaba?

—Profe, ¿cómo se llama?

—Alberto —te contesta. Para no seguir hostigándolo tendrás que inventar el apellido. Prosigues a escribirlo y le entregas el pesado informe; eres recibido con una mueca acusadora.

Tus amigos, como siempre sentados al final, te saludan.

—¿Llegaste? —habla uno.

Sientes ganas de golpearle por ser tan obvio, pero tu cansancio te lo impide.

—Llegué —contestas, sin más.

El resto del día estuvo muy pesado, ninguno de los profesores se resistía a perturbar el profundo sueño que mantenías, despertándote a mitad de la clase con una pregunta que sabían que no tendrías idea de cómo responder.

No le diste gran importancia; el propósito de tu día era entregar el trabajo. Por hoy, has terminado.

Nuevamente interrumpen tu descanso, fue una cachetada de tu amigo, ya estás en casa. Vaya, sigues tan cansado que ni recuerdas cuándo te subiste al bus.

El perro del vecino se te arroja encima en cuanto bajas del vehículo y le ladras como un desquiciado hasta espantarlo. Te refugias en la casa y cierras la puerta con seguro. Suspiras; tiras tu mochila a un lado y llamas a tu madre. Te contesta desde su alcoba y te pregunta si alcanzaste a entregar el trabajo, le das una afirmativa y pides tu comida, como buen mantenido que eres.

—Ven aquí, te preparé algo especial —te dice tu madre, desde la cocina.

¿Cocina?... Podrías jurar haberla escuchado hablar desde su alcoba la primera vez.

—Ven hijo, te tengo algo especial —reitera tu madre, ahora desde su alcoba, de nuevo.

¿Te está jugando una broma? Cómo podría ser, necesitaría tirarse por la ventana, caer viva, correr a la cocina y entrar por la puerta trasera, sin hacer ningún ruido. Pero tu madre perdió sus facultades atléticas desde que dejó de menstruar, es imposible que haga tal hazaña. Y subir de vuelta sería más complicado todavía.

—Ven Hijo.

—Ven Hijo.

Alcanzas la computadora en la sala de estar para googlear una solución. Pero descubres que su cable de poder está cortado, lo mismo con el teléfono y lámpara sobre la mesa de al lado.

—¿Y la lámpara por qué? —preguntas inocente.

Tu madre de la cocina insiste a que te presentes donde ella. ¿Será en verdad tu madre? Es en la cocina, después de todo, donde invierte su tiempo a estas horas del día.

Te decides por dar un vistazo. Asomas apenas el ojo, y aunque no consigues ubicarla, la trampa de cuchillos colgantes sobre ti que parece activarse al romper el delgado hilo a centímetros de tus pies te indica que lo que sea que está ahí, no planea alimentarte.

Te retiras lentamente y vuelves a la sala, sin una idea de qué hacer. Tu madre de la alcoba no te ha vuelto a llamar, y puedes escucharla ver en el televisor las telenovelas de las tres, confirmándote que tampoco es quien te parió. Tu madre real sintoniza las de las cinco.

Llega a tu mente el recuerdo de... No, lo olvidaste.

Viene de nuevo. Sí, tu madre te dijo algo antes de irte, que probablemente por todo el ajetreo no lograste captar al momento.

Te dijo...

—¡Vete de una vez!

Fue antes de eso.

—El perro del vecino está enfermo, no dejes que te muerda.

Lo que faltaba... y no fue eso tampoco.

—Voy a llegar hasta la cena, tendré una junta importante por la tarde.

Corres a tu mochila y sacas el móvil, marcas el número de tu madre torpemente y lo colocas en tu oído.

—¿Aló, Verónica? —escuchas.

¿Quién rayos es Verónica? No, no, lo marcaste mal. Cancelas la llamada y oprimes «Madre» desde tus contactos, es mejor así.

—Hijo, te atiendo en un momento, estoy ocupada ahora.

Escuchas pisadas a lo largo de tu casa, fuertes y persistentes, acercándose. Intentas salir y el condenado perro del vecino te ataca; le cierras la puerta en la cara y esta queda impregnada de la espuma que chorrea de la boca del animal...

Pero sacarás 69/70 en el informe, tranquilo.

"Historias De Terror"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora