JAMES
Sheena, me voy y no puedes detenerme.
Soy consciente de todo lo que has hecho por mí. De todo lo que James y Agatha han hecho por mí también. Y no quiero que crea, ninguno de los tres, que no lo valoro o que no significa nada para mí.
Es por eso por lo que te dejo escrita la verdad:
Mi nombre es Clara Stansted y tengo veinte años.
Crecí y viví, hasta el pasado invierno, en Carolina del Norte en el burdel que llevaba mi madre, Adrianne. Ella es americana, mi padre, George, es inglés. Ambos están vivos.
No justificaré lo que me trajo a Inglaterra, pero sí diré que mi vida no fue normal, ni fácil. Podría haber crecido lista para reemplazar algún día a mi madre, jefa de aquel antro, pero ella nunca me amó ni me enseñó nada más que mi destino: ser una de sus empleadas.
Una prostituta.
En realidad, le agradezco que nunca me amase lo suficiente como para crear un vínculo afectivo que me atase a aquel lugar.
Había una vecina, con su hijo, ellos me cuidaban de vez en cuando. Me daban comida, aseo. Me enseñaron a nadar, a leer. A ser quien soy hoy.
Y mientras tanto, mi padre me mandaba a hacer encargos.
Los martes, jueves y sábados por la noche, George Stansted ponía entre mis manos un saco de opio y me daba una dirección.
Yo debía ir, entregar la droga y contar el dinero antes de volver al burdel, procurando que no faltase ni un centavo. La primera vez que lo hice tenía diez años y no era realmente consciente de lo que estaba pasando.
A los hombres que les entregaba las mercancías les hacía gracia que una niña tan pequeña llegase cargada de opio y se marchase con sacos repletos de dinero.
Todavía hoy me pregunto cómo nunca se les ocurrió robarme o engañarme. Luego recuerdo que mi padre nunca tuvo las manos limpias. Probablemente el miedo que yo le tenía no fuese nada comparado con el que le tenían los demás.
Fui creciendo, y los encargos seguían tan frecuentes como siempre, pero mi cuerpo era cada día más esbelto, mis ojos cada día más grandes, al igual que mis caderas y mis pechos.
Así que puedes imaginarte lo feo que se puso todo.
No voy a describirte la cadena de sentimientos que corría por mis venas cada vez que mi padre me llamaba a su despacho para ir a casa de su próximo cliente. El miedo era tan grande que dudo que pueda ser capaz de expresarlo hoy con palabras.
Robert Johnson era un gran amigo de mi padre. Nunca entendí su relación fraternal, al igual que no entendía cómo se suponía que Robert respetaba a George mientras pasaba sus manos por debajo de mi falda, pero jamás tuve el coraje para decírselo a mi padre.
Hay momentos en los que me pregunto qué hubiese hecho el gran Stansted de saber que, no solo Johnson, sino muchos otros más, tocaban mis piernas apretadas y mis pechos tapados.
¿Los hubiese matado por insultarle? ¿Lo hubiese ignorado?
En primer lugar, él sabía mejor que nadie a qué estaba exponiendo a su hija mandándola, a la edad de dieciséis años, con atributos maduros, a casa de hombres.
Y entonces llegó aquella noche en la que cargué tres sacos repletos de opio por las oscuras calles de Carolina del Norte hasta llegar, una vez más, a casa de los Johnson.
Pero aquella noche, no fue Robert quien me esperaba. Fue peor.
En el momento en el que abrieron la puerta de servicio de la mugrienta cocina de la casa y vi la sonrisa torcida de Collin, supe que no saldría de allí como había entrado.
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Un invierno en Marble House [Benworth Series II] Romantic Ediciones
Historical FictionKate huye en busca de una nueva vida, mientras James se siente abrumado por la presión social. Sus caminos se cruzan mientras buscan un nuevo comienzo y juntos descubren que hay veces que el destino ya está escrito. -------------- 1816, Londres, Ing...