Odio: Las noches eternas

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Llevaba bastante tiempo sintiéndome completamente vacío, hueco y sin esperanzas. Una sombra de nostalgia se cernía sobre mi alma de forma acosadora, potente, aplastante y despiadada, como un enorme peso estuviera descansando sobre mis hombros. Se había vuelto común que el llanto me abordara por las noches, sigiloso y sin piedad en compañía inseparable del insomnio. Sentía un enorme vacío en el pecho que bajaba hasta el estómago y en ocasiones subía provocándome un nudo en la garganta.

Aquella noche, como todas las demás, me hallaba completamente solo, habría llegado a mi casa alrededor de las once de la noche y desde entonces estaba intentando dormir. Quizás llevaba mil vueltas en la cama y aun así me resultaba imposible conciliar el sueño, el incesante crujir de los muebles y los extraños golpes que se escuchan durante la noche me mantenía en vela, no porque sintiese temor, simplemente porque me era imposible dedicarme a descansar; el pesar no llegaba a mis ojos y por más que me esforzaba, mis parpados parecían empeñarse aun con más determinación que yo en permanecer abiertos, hasta el punto que sentía incomodidad, por no decir dolor, al intentar cerrar los ojos casi a la fuerza para obligarme a dormir.

Giré mi cuerpo una vez más para alcanzar mi móvil y la luz cegadora provocó una fuerte punzada en mis ojos: "2:56 a.m." lancé el móvil a los pies de mi cama en un intento desesperado por liberar mi frustración y coloqué lleno de rabia mi cabeza debajo de la almohada. <<Ahí va otra noche>> me dije furioso mientras daba un respingo. Y como cada noche, el llanto se hizo presente, no de forma intensa y escandalosa, sino discretamente, con un ligero nudo en la garganta acompañando el tan ya conocido vacío y unas lágrimas traviesas que rodaron por mis mejillas hasta perderse en el borde de mi polera.

Me resultaba casi imposible entender esos sentimientos, por no decir que el motivo de los mismos me confundía aún más y me provocaba verdaderas ganas de saltar por la ventana. Al principio creí que todo se debía al estrés que el recital me provocaba, sobre todo con las ausencias de Samuel y el constante temor de que por su culpa algo saliese mal y nuestra oportunidad de ser elegidos en el recital de graduación se perdiera para siempre, sin embargo, una sola visita al doctor Luzuriaga, el medico que me había recomendado Alejandro, había bastado para darme cuenta que eso no era ni cercano al verdadero motivo.

Comencé luego a barajar la posibilidad de que el cambio de terapeuta me hubiese afectado como una perdida y por ello estuviese viviendo una especia de duelo, pero descarté casi de inmediato la posibilidad de algo así debido a mis anteriores cambios de terapeutas, además todo había sido por decisión propia, no tendría que sentirme dolido ¿o sí?

Por último, estaba esa opción que desde el principio había estado negando, como si mi vida dependiese de ello, esa situación impensable que me hacía querer arrancarme los ojos y extraerme los riñones de tan solo pensarlo: de alguna manera, sin haber un cómo, ni un porque, le extrañaba.

Sin embargo, eso no podía ser, debido a que lo único que sentía por Samuel era desprecio absoluto, es cierto que al verlo preocupado por Alejandro y al notar un aspecto más humano de él que no fuese su acostumbrado hijoputismo, revolvió en mi cabeza un montón de emociones, desde la ternura hasta la empatía, pero todo había sido desechado cuando me había confrontado de forma tan altanera en compañía de Ismael.

Si bien era cierto que mis sospechas también descansaban sobre Mangel, no solo porque le había visto salir de la oficina momentos antes, sino porque esos arranques de ira eran tan típicos de él, aun así, Samuel no tenía derecho a acusarle de esa manera y mucho menos de amenazarme a mí como si fuese responsable o cómplice de lo ocurrido, olvidando que también un amigo mío estaba gravemente herido por aquel atentado tan extraño.

Permíteme Destruirte (Wigetta)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora